Por
  • Ángel Garcés Sanagustín

De osos, lobos... y moscas

La osa que languideció durante muchos años en el parque Bruil de Zaragoza.
La osa que languideció durante muchos años en el parque Bruil de Zaragoza.
Luis Mompel / HERALDO

Nací en una calle de Jaca donde había dos vaquerías muy próximas. 

En los veranos, muchas moscas de enorme tamaño se posaban en la blanca fachada de nuestra casa. Una de mis primeras aficiones, según recuerdo, era matarlas con la palma de la mano. Al final de la mañana, la fachada, cubierta de pequeños puntos de sangre, semejaba un paredón. Eso sí, mi mano estaba tan hinchada como la de Perico Fernández tras uno de sus combates.

Por aquel entonces, en Zaragoza pretendieron crear un minizoo en el Parque Bruil. Sobre las barbaridades que se perpetraron en aquellos cuchitriles, recomiendo la lectura de los sucesivos reportajes publicados por este diario a lo largo de su historia, aunque advierto de la dureza de algunas descripciones. En 1965 llegaron dos oseznos, Juan y Nicolasa. El primero murió pronto en condiciones lamentables. La osa permaneció en aquel horrible lugar hasta 1985. Cuando la sacaron, estaba tuerta debido a un perdigonazo y en su cuerpo, entre otras indescriptibles huellas de la insana estupidez humana, se podían ver quemaduras. Algunos malnacidos apagaban los cigarrillos en su piel.

El oso pardo se ha reintroducido en el Pirineo, alcanzando, según parece, los setenta y seis ejemplares, lo que ha motivado manifestaciones de protesta en algunas comarcas pirenaicas. Hace un par de años, el lobo ibérico dejó de ser una especie cinegética, tras su inclusión en el listado de especies en régimen de protección especial. Recordé entonces que la televisión en color la asocio a los programas de Félix Rodríguez de la Fuente, aunque tal vez sólo sea otro trampantojo de la memoria.

Es cierto que quienes viven de la ganadería extensiva, especialmente en el norte de la península, están hartos de los ataques que sufren sus ganados y preconizan un control poblacional de estas especies. No es menos cierto que una mejora de las indemnizaciones que perciben paliaría su malestar. Nos hemos permitido dispendios más onerosos en casi todos los ámbitos de la acción pública. Por otro lado, no deja de ser curiosa nuestra escala de valores, los cánidos prevalecen sobre vacas y ovejas. El estómago también crea su relato normativo.

Fueron razonables muchas de las críticas que se adujeron contra determinadas exageraciones contenidas en el proyecto de ley sobre protección de los derechos y el bienestar de los animales, que fueron parcialmente corregidas en su tramitación parlamentaria. Es lo que sucede cuando el activismo político se pone a legislar, siempre habrá alguien que considere insuficiente la regulación e instará a seguir corriendo después de haber alcanzado la meta. Sus desvaríos propician, en ocasiones, el efecto social contrario, ya que exacerban a quienes se sienten perjudicados en sus derechos y en su libertad.

Nos hemos acostumbrado, en demasía, a que algún iluminado crea encontrar un derecho nuevo en las más íntimas entrañas de la nada. A pesar de que deberían denominarse leyes de protección animal, porque, en sentido estricto, los animales no pueden ser titulares de derechos o sujetos de obligaciones, prefiero ciertos excesos normativos del presente al vacío legal de antaño.

En el fondo, muchas de estas leyes responden al paradigma del manifiesto político y sus preceptos sirven más para abrir informativos que para cerrar sentencias. La propaganda da buenos réditos en la actualidad y la condena social puede acarrear más consecuencias desfavorables que la jurídica.

Leo que una insólita plaga de conejos híbridos asola el campo aragonés. Una pequeña y primeriza mosca ha entrado en la habitación donde me hallo junto a mi madre. Parece ser que la ha despertado de uno de sus raquíticos duermevelas. Me pide que coja el matamoscas y la mate. La persigo por todo el piso. Por fin, huye por una ventana entreabierta.

Como dijo el poeta «…a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado fue mejor». Sólo «a nuestro parecer». Una mala interpretación de estos versos ha lastrado la Historia de España.

Ángel Garcés Sanagustín es profesor #de Derecho administrativo

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