"Mi padre con mi tío"

Derribo del convento de Jerusalén, junto al estadio de la Romareda.
Derribo del convento de Jerusalén, junto al estadio de la Romareda.
José Miguel Marco

Hace unos días fui obsequiada con la última publicación de La Cadiera, esa asociación de ilustres o ilustrados aragoneses que tiene a bien reunirse una vez al mes, cita en la que uno de sus socios o un invitado habla de aquello que sabe y luego, publican en su colección. Pues bien, la última, editada con ocasión del día de San Jorge y que es nada menos que la número 664, recoge la reciente intervención del ‘cadiero’ Regino Borobio Navarro, ‘Cosas y casas de un estudio familiar (1919-2009)’.

En apenas medio centenar de páginas, Borobio Navarro, eslabón de una fecunda saga de arquitectos aragoneses, nos lleva por las obras que han salido de las mesas de trabajo de la familia. Empieza por las de su padre, Regino Borobio Ojeda, iniciador de la dinastía –‘Mi padre solo (1919-1931)’–, y sigue con los proyectos de Regino y de su hermano José Borobio Ojeda, ‘Mi padre con mi tío (1931-1964)’. Y así hasta completar el recorrido por obras del propio autor y de sus hijos.

La publicación es una delicia que permite disfrutar de la sobria arquitectura de esta saga y reconocerla después en las calles de Zaragoza, donde sus edificios dan testimonio del mejor racionalismo español, como la Confederación Hidrográfica del Ebro. También son suyos varios edificios del campus de San Francisco o casas en el centro de Zaragoza que destacan por su elegante composición.

De los dos hermanos Borobio Ojeda era el convento de San Juan de Jerusalén que han comenzado a derribar hace algunos días. Se construyó en los años cuarenta para alojar a las monjas clarisas, que dejaban su cenobio de Independencia y abrían uno nuevo con su iglesia, su claustro y su huerto, junto a la acequia de la Romareda. También con sus palmeras y campanas. Y con el estilo Borobio, en diálogo con el Colegio de Huérfanos del Magisterio, hoy Instituto Miguel Catalán, también firmado por ellos.

Pero esa arquitectura sobria y racional, nunca excesiva, con la que los Borobio han puesto distinción a las calles de la ciudad no ha sido motivo suficiente para que, quien corresponda, prescribiera su mantenimiento. Resulta descorazonador que las instituciones que nos gobiernan no hayan sido capaces de salvarlo, cuando forma parte de una parcela de casi una hectárea, con metros suficientes para sacar adelante los nuevos usos planteados.

Como habrán leído los lectores de HERALDO, el convento lleva vacío una década, ya que las hermanas clarisas se han reagrupado en el convento de Santa Catalina. Un inversor local lo adquirió en 2019 pagando unos seis millones de euros, un precio inicialmente alto teniendo en cuenta que el uso es de equipamiento. Su propósito era que la nueva clínica Quirón se construyera allí. Finalmente, el grupo hospitalario optó por una parcela del Ayuntamiento, distanciándose así del Hospital Miguel Servet y evitando una concentración de usos hospitalarios a todas luces ineficiente. Mientras, el propietario ha encontrado un uso sociosanitario razonable para su inversión: una residencia de ancianos y apartamentos para válidos y estudios para sanitarios.

Lo que no se entiende es que la Dirección General de Patrimonio, tan eficaz en otros ámbitos –acaba de lograr que la Iglesia, por fin, abra la Seo de forma gratuita cuatro días al mes–, no haya encontrado nada digno de protección en el convento. Lo mismo, los responsables del catálogo municipal. La parcela tiene la suficiente dimensión como para haber mantenido el legado de los Borobio Ojeda y haber levantado en el huerto los nuevos edificios.

Una ciudad es la suma de muchas cosas. La singularidad y la buena factura arquitectónica están entre las que confieren carácter. El convento de Jerusalén tenía las dos: singularidad y calidad, y cuesta creer que quienes deben velar por la conservación de nuestro patrimonio lo hayan despreciado. Y como en el pasado, con la excavadora a toda máquina.

Con el recuerdo a Emilio Lacambra, gran anfitrión de Zaragoza y defensor de causas nobles y, a menudo, perdidas, a quien ya estamos echando de menos.

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