Emilio Lacambra en ese espacio de acogida que fue Casa Emilio. Allí nadie se sentía forastero.
Emilio Lacambra en ese espacio de acogida que fue Casa Emilio. Allí nadie se sentía forastero.
José Miguel Marco.

Hacía mucho tiempo que no me vestía de negro total. Esa misma mañana, antes del mediodía, recibí la noticia de la muerte de Emilio Lacambra. Me quedé de piedra, parada al sol en la calle Mayor, como convertida en una estatua de obsidiana. Lo primero que me vino a la mente fue el olor del agua de colonia que Emilio no escatimaba cuando al final de la noche, después de una larga cena multitudinaria, o en petit comité en el comedor Labordeta, se unía a la tertulia recién duchado y siempre elegante y yo le decía "qué bien hueles, Emilio". Una de esas noches igual nos había sorprendido con unos espárragos blancos de Maleján, o con unas cigalas a la plancha que provocaban aplausos y agradecimiento. Pertenecía Emilio a una generación de gente valiente con ideales, que decía lo que pensaba sin avasallar, que no tenía sitio para los rencores en su gran corazón.

Como dice Antón Castro en un poema elegiaco que le escribió al conocerse la triste noticia, "Emilio tenía la facultad de llegar a todo, / sin aspavientos, con la serenidad de un / lobo / de mar que ha navegado la existencia y / sus arrebatos. / Casa Emilio era su alacena, su hacienda, / el jardín / de los poetas, de los noctívagos, de los / ociosos / que al fin hallaban una rendija a la / felicidad".

Abrazo a su hija Adriana en el velatorio repleto de gente. Está muy delgada pero trasmite una fuerza sobrenatural. Sus ojos son los de su padre. Irradian la misma bondad, la misma intensidad y amor a la vida. La pena es negra, y dura. Nos queda "la memoria de un tiempo que se va", y nos queda el espíritu irreductible de Casa Emilio.

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