Votantes hacen cola ante su mesa situada cerca de un ventilador para combatir el calor en un colegio electoral en Pineda de Mar.
Colas
Efe

Vamos juntas a votar mi madre y yo. Hacemos el recorrido habitual, el mismo que algunos días nos lleva hasta el Pilar, donde mi madre siempre quiere ver a la Virgen de la Esperanza. Esta vez nos quedaremos en el Ayuntamiento, donde votamos en mesas contiguas. 

Antes votábamos en el Colegio de San Vicente de Paúl. Allí me tocó una vez de vocal en una mesa y disfruté la jornada como algo que hay que hacer al menos una vez en la vida.

Mi madre lleva un bastón con empuñadura de marfil y una lupa colgada de una cadena al cuello. El bastón es más que nada un adorno pues no se suelta de mi brazo ni un segundo. Tiene miedo a tropezar, sobre todo desde que su vista se ha debilitado hasta el punto de que la lupa también es únicamente parte del atrezzo, igual que su pelo teñido de azul turquesa. No puede haber madre e hija tan distintas como nosotras. Hay varias personas por delante de mi madre. Busco con la mirada a alguien caritativo que nos deje colarnos, pero me doy cuenta de que mucha gente es tan mayor como mi madre. Sé que ella, además, no querría colarse pues es más civilizada que yo y no es de pedir favores.

Siempre he detestado hacer cola que, como dice Azahara Alonso en su libro ‘Gozo’, es un concepto que se inventó durante la Revolución Francesa para obtener un trato igualitario al recibir el pan. Y dice: "Esperar ordenadamente nos hace más civilizados, y también parte consciente del enorme volumen de personas con los mismos deseos". Y me acuerdo de mi abuela, que decía que todos tenemos los mismos derechos pero no somos todos iguales.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Cristina Grande)

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