Por
  • Julio Ceballos

Pequeños hongos, grandes sueños

Pequeños hongos, grandes sueños
Pequeños hongos, grandes sueños
A. Donello

En el colegio mayor en el que viví durante parte de mi carrera universitaria aporreaban las puertas de aquellos que pasábamos muchas horas seguidas estudiando al grito de: "¡Seta, sal de tu cueva!". Pensaba en esto mientras visitaba, la semana pasada, "la mayor fábrica de champiñones del mundo". 

Dicho, así, resulta difícil visualizar el lugar en cuestión, pues, ¿acaso se ‘fabrican’ los champiñones? Estos germinan, de manera masiva, en un lugar parecido a un aeropuerto donde suceden, secuencialmente y en cantidades espectacularmente grandes, todos los procesos implicados en la producción de los millones de toneladas que salen de sus almacenes. A estas alturas de la película, yo debería ser inmune al asombro fabril chinesco; pero no. Pese a más de tres lustros visitando fábricas chinas de lo más variopinto (juguetes y artículos promocionales, máquinas para procesar cereales, cables y dispositivos electrónicos, muebles para colectividades, paneles solares, prendas textiles, componentes de automoción o, incluso, arena para el pis del gato), uno nunca está suficientemente curtido.

China sigue siendo el taller del mundo. Produce por ejemplo el 90% de las setas de cultivo industrial de todo el planeta

La producción industrial micológica mundial se divide en dos: China y el resto del planeta, pues en el gigante asiático se produce el 90% de todos los hongos industriales que se consumen en el mundo: más de 40 millones de toneladas. Los champiñones chinos, en concreto, apenas llegan al paladar español pues nuestro país protege, a través de medidas ‘antidumping’ (tarifas arancelarias que gravan la importación de países exportadores con precios inferiores a los de fabricación nacional), a los productores patrios (fundamentalmente riojanos, responsables del 55% de nuestra producción total) y los 1.300 empleos que genera esta industria en España (EE. UU. hace otro tanto con los champiñones españoles y los grava con aranceles de hasta el 40%).

¿Y por qué China es líder absoluto en la producción de hongos y setas? Pues porque la recogida de estos no se ha podido mecanizar aún y es preciso recolectarlos uno a uno, a mano, con mucho cuidado. Esos 600 millones de chinos que aún sobreviven con 160 euros al mes y están dispuestos a trabajar mucho por poco dinero, componen la enorme trastienda campesina que alimenta las fábricas chinas del mundo (de champiñones y de infinitud de otros productos). Y es que, a diferencia de otros, el champiñón no es un producto de cultivo fácil: exige de grandes cuidados, pues es delicado y requiere de una temperatura estable (entre 10 y 14 grados, oscuridad completa, una humedad relativa que no supere el 80% y un compost a base de turba, paja, abono equino y otros aditivos).

Visitar una gran factoría en la que se cultivan, recogen, manipulan y empaquetan champiñones supone toda una experiencia

Visitar una fábrica –cualquier fábrica– es, siempre, una experiencia metafísica. No hace falta ir a China para confrontar la deshumanización del proceso industrial. Esa separación y mecanización de procesos divide, también, a las personas que ‘piensan y diseñan’ de las que ‘operan manualmente y ejecutan’, los que mandan y los que obedecen, los de los monos azules y los de las batas blancas. Esa organización científica de las funciones, donde cada gesto repetitivo está medido, cronometrado y controlado, está implícita en cualquier fabricación en cadena en aras de maximizar la productividad. Por muchas fábricas que yo haya visto en mi vida, nunca dejan de abrumarme. Mientras transitaba por las líneas de producción mirando a aquellos obreros con la misma mezcla de asombro y curiosidad con la que ellos me miraban a mí, pensaba en esas naves frigorífico en las que habita un invierno perenne, mientras afuera abrasa el estío chino; pensaba en la oscuridad húmeda que rodea a los champiñones y, también, a aquellos que los cultivan y recogen a mano durante horas. Mirando a las operarias chinas que escuchan música mientras empaquetan y flejan cajas llenas de champiñones que irán a parar al estómago de desconocidos al otro lado del mundo, me preguntaba qué música logra aislarlas del estruendo de la línea de producción lavando, cociendo, laminando y enlatando esa letanía inacabable de hongos.

Decía el estadounidense James Cash Penny: "Muéstrame un obrero con grandes sueños y en él encontrarás un hombre que puede cambiar la historia. Muéstrame un hombre sin sueños, y en él hallarás a un simple obrero". Los champiñones que pasan por esas manos chinas cruzarán el mundo, viajarán a lugares remotos y terminarán en platos que comerán gentes de las que estos operarios chinos todo lo ignoran. Sobre la pared de las naves de la fábrica, un lema escrito en caracteres gigantes: "Pequeños champiñones, grandes sueños". Aunque vestidas con monos que las cubren de pies a cabeza, la mayoría de las mujeres que vi en la línea de producción llevaba los ojos pintados.

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