Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

Hambre atrasada

Hambre atrasada
Hambre atrasada
Pixabay

Uno de los pequeños inconvenientes de las vacaciones es la caducidad de los alimentos perecederos. Un día de principio de julio te vas a la playa o a la montaña; regresas a las dos semanas y te encuentras la mitad caducado o podrido. 

Desde el yogur a los plátanos, pasando por los huevos y el pan de molde. Con fastidio te dispones a depositar todo en la basura, pero entonces te preguntas si la comida pasada de fecha servirá para calmar hambres antiguas.

Los seres humanos de hoy somos tataranietos de los de la Edad de piedra. Los antropólogos aseguran que en el libro de instrucciones de nuestros cuerpos destaca una consigna de supervivencia que proviene de aquella época remota en la que solo cabía la posibilidad de atiborrarse de alimentos dulces y grasos en cuanto los encontraban. Ningún recolector primitivo se planteaba dejar de tragar todo lo que pudiese porque nadie le aseguraba que en los próximos días encontraría algo que comer. Por eso ahora nos siguen arrebatando las tartas y los helados. Es una reacción atávica.

La cuestión es que el libro de instrucciones está desfasado, pero nuestro cuerpo no lo sabe. Por eso, seguimos anhelando los dulces, el calor del grupo humano, pintar monigotes en las paredes o escuchar buenas historias al anochecer. Nos cuesta tirar alimentos caducados porque en el fondo seguimos estando más cerca de nuestros tatarabuelos neandertales de lo que creemos. Es eso o es que estamos convencidos de que la comida caducada aún puede acabar con hambres atrasadas.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por José Javier Rueda)

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