Cuando surgió Podemos, en tiempos de crisis y de desigualdad galopante, supuse que esta formación insistiría, por encima de todo, en una redistribución de la riqueza mucho mayor que la defendida por la socialdemocracia liberal del PSOE. 

Y ello, mediante un plan nacionalizador que democratizara las decisiones colectivas, arrebatándoselas a las oligarquías locales y globales.

Por otra parte, cuando brotó del PP, supuse que Vox, el nacionalismo español redivivo, atribuiría los males de la patria a la inmigración y al actual sistema político, corrupto y chantajeado por los nacionalismos desintegradores, razones por las que el nuevo partido propugnaría un poder nacional autoritario y centralizador, en detrimento de las señas autonomistas y europeístas que vienen caracterizando al conservadurismo liberal español desde el comienzo del siglo XIX.

Sin embargo, mis expectativas eran falsas. En lugar de enfatizar los rasgos mencionados, los temas estrella en los que divergen más radical y públicamente ambas propuestas son el género, el aborto, los animales o el clima, sin apenas dar cuenta de lo demás. Sin precisar, por ejemplo, la viabilidad de una herencia universal de veinte mil euros, de un lado, ni cómo, de otro, se mejora la sanidad española mientras se reduce drásticamente la presión fiscal. Estos asuntos no pasan de ser titulares electorales que duran veinticuatro horas.

Confesado mi error, al menos ahora sé en qué consiste esa ‘nueva política’ que vino para darle la voz al pueblo, de la que antes no lograba apreciar nada que no tuviera menos de un siglo. 

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