La inteligencia artificial, no solo dominará todos los campos de la ciencia, la técnica y la creación artística, sino que, en un proceso que ya está en marcha, también se pondrá al mando de las decisiones fundamentales de la vida humana, incluidas las más íntimas y afectivas.

Los algoritmos evitarán los incalculables costes de prueba y error que tanta desgracia producen. El mundo será tan eficiente y, según los parámetros aún vigentes, tan terrorífico, que no conocerá la violencia ni el crimen.

A partir de lo dicho, la pregunta es si quedará alguna faceta humana que no sea asumida por las máquinas. Desde luego, no será lo que hoy llamamos religión, puesto que sus códigos son definibles hasta el último detalle con ceros y unos. Los dioses actuales, surgidos hace dos milenios, de puro perfectos y previsibles, son pasto de ecuación. Y lo mismo cabe esperar de las demás ideologías, sistemas que solucionan todas las incógnitas con respuestas preestablecidas.

Visto lo visto, creo que solo la ética librepensadora, la reflexión que se enfrenta a los dogmas y que se cuestiona a sí misma permanentemente, podría llegar zafarse del poder algorítmico. Ahora bien, estudiar y pensar es caro, produce incertidumbre y tiene un lado oscuro, de forma que es más que probable que los seres humanos no estemos dispuestos a seguir esa vía dolorosa y que optemos por la seguridad y el confort artificiales.

En este sentido, el ‘pensamiento crítico’ fomentado en las escuelas como un valor en sí mismo y publicitado como un bien de consumo, quizás sea un indicio más de dicha opción.

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