Pienso luego orbito

Pienso luego orbito
Pienso luego orbito
Pixabay

El universo es un ser pensante, un cúmulo de estructuras que se relacionan entre sí como las redes neuronales del organismo humano. Así lo afirman cada vez más especialistas desde la neurociencia y la astrofísica, fusionando la teoría de la relatividad con la mecánica cuántica, y aportando evidencias empíricas que inciden en que la realidad no es lo que parece. 

Una prueba más de que el conocimiento, en cualquier disciplina, resulta provisional. Anáxagoras, filósofo presocrático del siglo V a. C., se adelantó a estos hallazgos y, desde el agnosticismo, promulgó la imposibilidad del nacimiento y de la muerte, a favor de un intelecto universal que ordena todas las materias, a pequeña y a gran escala, con energía perpetua.

Mientras estudiaba filología, leí por primera vez un libro de Francisco Rico titulado ‘El pequeño mundo del hombre’, estudio fundamental que recorre el empleo de dicha idea en nuestra cultura y en nuestras letras. San Isidoro de Sevilla desarrolló en la España visigoda ese delicioso tópico de la equivalencia entre el microcosmos y el macrocosmos, que pasó también de la astronomía a la política. Las nuevas teorías cosmológicas son una invitación para seguir mirando al cielo y al cuerpo con el mismo sobrecogimiento, contemplar con estupor la sinécdoque perfecta: la parte por el todo, cúmulos y supercúmulos de galaxias como células. Emociones como supernovas. La enfermedad como agujero negro. Y perseguir su expresión con las palabras. El lenguaje es el hijo pródigo de la existencia cósmica, ese meteorito en la boca.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Almudena Vidorreta)

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