Ese sol de la infancia

Ese sol de la infancia
Ese sol de la infancia
Pixabay

No teníamos miedo al calor en esos veranos de la infancia. El 21 de junio, San Ramón, era quitarte el triste uniforme negro y los calcetines marrones, volver a los pantalones cortos y las telas livianas, era la libertad y el sol que acariciaba.

No había cremas de protección ni aire acondicionado. Íbamos por caminos polvorientos hacia una piscina. Las acequias bajaban escasas de agua. Los insectos se agobiaban a sí mismos. Aprovechábamos la sombra de las higueras medio secas y volvíamos al secarral después de un recodo de umbría. El sol del mediodía caía a plomo y caminábamos como exploradores perdidos en el desierto, en busca de un oasis.

Las piscinas aparecían como un prodigio en medio de las huertas. No había orden ni concierto, sino todo un muestrario de colores: el azul turquesa sobre azulejos de última generación pero también el verde profundo e inquietante que formaba el verdín de las hojas podridas.

Entonces, no sabíamos nada de la predicción del tiempo; solo aprendíamos que sumergirnos en el agua helada de pozo nos sanaría del calor inmisericorde. Y que era bueno volver a casa, por esos caminos resecos, con la ropa y el pelo mojados, para protegernos de las temidas insolaciones hasta llegar a la fresca penumbra de las persianas bajadas, el ventilador, el abanico y el tomate rosa.

Esas horas muertas bajo el sol nos dejaban a veces quemaduras que curábamos a escondidas con paños en vinagre. Tampoco lo sabíamos, pero estábamos viviendo bajo los cielos azules y el sol machadiano de la infancia.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Encarna Samitier)

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