Por
  • José Alegre Aragüés

Política y ética

Los políticos invocan la ética, pero ni saben lo que es.
Política y ética
Gordon Johnson / Pixabay

Si nos atenemos a lo que se dicen los políticos unos a otros en las tribunas, resulta que la experiencia que transmiten de sí mismos, como grupo, es mucho más lastimosa que la impresión generalizada entre los ciudadanos. 

Casi nadie se atreve a repetir los títulos que sus señorías dirigen a los que ocupan los bancos de enfrente, porque lo nuestro son solo impresiones. Ellos, en cambio, dicen cosas documentadas, por eso se atreven y consiguen que los tribunales las confirmen en condenas que, según quien gobierna, se cumplen o no.

Cuando se dirigen a nosotros, unos hablan del gran valor de la libertad, que pone en movimiento nuestras energías para generar bienestar, lo cual implica el respeto a un tipo de comportamiento que favorece ese horizonte de mayor riqueza que, luego, la sociedad tendrá que distribuir. Otros ponen el acento en un proyecto de justicia social y nos piden solidaridad fiscal para aportar los medios necesarios. Pero unos incumplen las normas que harían posible una libertad generadora de riqueza bien distribuida. Y otros se embolsan parte de los fondos a distribuir o los dirigen a amigos y socios.

Ya los fundadores tanto del liberalismo como del socialismo vieron la necesidad de los valores morales para hacer posibles sus proyectos. Adam Smith era profesor de ética y dijo que sin ella era imposible la libertad económica y política. Los primeros socialistas se justificaron en la altura moral de su proyecto, que integraba a los pobres del mundo, lo cual parecía título suficiente de moralidad para garantizar el respeto a las normas y los medios. Pero Lukács, Bloch, Horkheimer, Adorno, Jaspers, señalaron el riesgo de derivas muy negativas si la exigencia ética no estaba clara y su convicción extendida.

Max Weber había exaltado la unión de ciencia y racionalidad. Pero también habló del "desencantamiento del mundo" al encontrar explicación de todo sin dejar espacio a ese algo de misterio presente en la realidad, y que se extiende en la sicología humana, en forma de desencanto cuando el progreso solo es material, y no hay proyecto trascendente.

La ética política solo es posible desde el sentido del mundo. (Wittgenstein). Y el trabajo (economía), la convivencia (sociedad), la confianza (relaciones), adquieren coherencia, significado, finalidad y motivación solo desde una visión global, integradora, no desde la cultura del instante y la banalización. Ese mantra de la afirmación del ahora, del hoy, rompe la posibilidad de unir el hoy con el mañana y el después. Rompe a nuestros jóvenes que no escuchan otra finalidad de su trabajo que el salario, el dinero para la diversión, porque el ocio es la panacea. Un ocio que aburre a muchos, que abre el camino de la política solo a quienes la ven como ámbito para colocarse y ganar dinero, porque les hemos ocultado el sentido de servicio que puede darles más satisfacción. Una política idólatra del poder se convierte en juego de estrategias para extender la ideología y el control. No aporta entusiasmo ni sentido a una juventud que parece desmoralizada, porque se ha producido un desencantamiento de todo. Sin sentido no hay ética política. Y no atrae a los jóvenes. Solo a los ‘interesados’.

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