Por
  • Ana Muñoz

Brotes verdes

Brotes verdes
Brotes verdes
Pixabay

Me pareció hermoso que la primera acepción de confianza en el Diccionario de la Real Academia Española sea la de una ‘esperanza firme’ que se deposita sobre alguien o sobre algo. No se me había ocurrido que la confianza consista en una potencialidad, en una proyección. 

La confianza habla, pues, de algo que sucede en el presente (esa buena voluntad que se entrega) e, indefectiblemente, de algo que ocurrirá en el futuro (qué hará ese alguien con nuestra confianza: si la cuidará o si nos decepcionará). Pero a veces la primera premisa falla porque no se nos entrega la buena voluntad. Podemos identificar el terreno donde vamos a sembrar, tratar de reducir eso que conocemos como ‘malas hierbas’, airear la tierra, allanarla, incluso abonarla. Dibujar corazones en los márgenes. Nada. Alguien se nos adelanta y decide que nuestra tierra será yerma. Que la desconfianza se impondrá como se imponen los meses de sequía porque hay corazones incapaces de albergar la esperanza. Sembraremos, pero volveremos del futuro sin frutos, un poco más tristes y con el pecho arrugado como una bolsa de plástico que ya nadie quiere y que tardará en descomponerse cientos de años. Sé que apostar por la ingenuidad puede hacerme parecer idiota; sin embargo, yo necesito confiar en que es posible la confianza. Por supervivencia, por amor. Porque no podría soportar convertirme en uno de esos residuos. Y porque en aquellas últimas horas en la pajarera yo vi, también, a pesar de todo, algunos brotes verdes salir. Con ese mismo amor, con esa misma esperanza devuelta.

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