Por
  • Alejandro E. Orús

Campaña en verso

Foto de los candidatos al Gobierno de Aragón en las elecciones autonómicas del 28-M, en el pabellón Puente de la Expo de Zaragoza
Foto de los candidatos al Gobierno de Aragón en las elecciones autonómicas del 28-M, en el pabellón Puente de la Expo de Zaragoza
Oliver Duch

Aunque no pueda hablarse propiamente de patología, en el padecimiento de una campaña electoral sí se revela un intenso agravamiento de los síntomas que acompañan a la política común, que ocasionalmente puede confundirse con una enfermedad que tensiona e irrita el cuerpo social. 

Solo por eso merecería la pena abreviarla, puesto que la exposición de propuestas y programas y el conocimiento de candidatos, que la justifican en última instancia, han pasado a ser aspectos reiterativos o completamente irrelevantes. Incluso el hecho de ser un periodo en el que se puede pedir expresamente el voto parece banal al lado de la fuerza cotidiana de lo implícito.

En un ejercicio de condescendencia, podría admitirse que las campañas electorales se hacen en verso mientras que es en prosa como se gobierna, algo que al parecer dijo una vez Mario Cuomo, célebre gobernador demócrata de Nueva York. Habrá que añadir entonces que se trata de mala poesía, de inspiración forzada por las circunstancias.

La realidad es que la relación del ciudadano con la política carece de lirismo y suele ser ambigua. La mala fama de los partidos se confronta en España con un reconocimiento constitucional que les otorga, ya en su título preliminar, una naturaleza cuasi orgánica e infrecuente en otras constituciones. Y no es tanto en el sistema de partidos como en su perversión donde se hallan algunos problemas que aquejan a la democracia española.

Parece por ejemplo haber cobrado nuevo impulso el término ‘sanchismo’, que insiste en el personalismo del liderazgo político, una tradición que arranca del felipismo y que continúa sin excepción entre sus sucesores: aznarismo, zapaterismo, marianismo y ahora sanchismo. No es algo exclusivo de quienes han sido inquilinos de la Moncloa ni es solo una cuestión terminológica. Delata una concepción particularísima del poder: el nombre propio que se sobrepone a las siglas del partido.

Aunque hoy el sanchismo reúne a muchos detractores de muy diversa condición, el gran enigma de la cita electoral reside, con permiso del inefable Tezanos, en el juego incierto que se libra entre siglas, líderes y candidatos de autonomías y municipios y en la distancia subjetiva que media entre todos ellos.

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