El encendido de la ciudad

El amanecer pinta de rosa las fachadas.
El encendido de la ciudad
Carlos Moncín / HERALDO

Mis empeños personales me conducen de madrugada festiva a desplegar el asfalto de las calles de mi querida Zaragoza. Todavía la noche es cerrada y falta un puñado de palmos para que se encienda la luz del día. 

La ciudad duerme en una penumbra matizada por el ritmo ordenado del baile de los semáforos. El rojo se compenetra con las lámparas de posición y freno de los coches, y el verde pinta el alargado recorrido de la avenida.

Ese colorido se impone a la pelea estéril de las farolas por brindar un haz mortecino a su alrededor. Hace ya tiempo que el ciudadano aceptó su derrota en la batalla por la defensa de las luces de la noche. Consciente seguramente de las exigencias de los ahorros, los energéticos y los económicos.

Un grupo de jóvenes se entienden a gritos a un lado de la calle. Avanzan desordenados en busca, supongo, de un lugar en donde reposar en el desenlace de una noche alargada. Me da la impresión de que no quedan ya demasiados sitios abiertos; o más bien que comienzan a levantar la persiana los lugares donde encontrar el café más temprano, esos establecimientos raros, cotizados por los más madrugadores.

Los autobuses casi vacíos marcan el pálpito del paso del tiempo de parada en parada. Siempre hay alguien en la marquesina a la espera de la anunciada llegada del transporte: hay quien lee –lo que supone el mérito de sentirse acompañado por un libro-. Otros se entretienen con el móvil; los más se sientan indiferentes intentando encontrar un pasatiempo con el que desgastar el paso de los minutos.

Con los primeros destellos de luz de verdad, me admira la sintonía de tres mayores de espíritu joven que justifican su indumentaria deportiva paseo arriba; se cruzan con un aspirante a corredor de maratón. A mi espalda se escuchan ya los primeros bocinazos, mezclados con el aullido de la sirena de una ambulancia.

Ya de regreso a casa, encuentro la tienda abierta en la que quiero comprar unas palmeras. Al fin y al cabo, no hay mejor excusa que un día de fiesta. Se despereza la ciudad. Se despierta mi casa.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Miguel Gay)

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