Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

Señas de identidad

Ya no sabríamos vivir sin los teléfonos móviles.
Ya no sabríamos vivir sin los teléfonos móviles.
Andrew Kelly / Reuters

Como en España hay más gente escribiendo libros que leyéndolos, me he puesto a redactar el mío. He decidido aislarme. 

Me encierro en casa y apago el teléfono. Estoy seguro de que su sonsonete, sus avisos, sus imágenes y sus fanfarrias me desviarán del objeto real en que deseo concentrarme.

No he escrito ni una palabra y ya he mirado diez veces la pantalla negra. Me sobrepongo, pero no dejo de sentirme arrastrado por la fascinación de este ojo ciego que sin hablar me invita a activarlo. No pestañea, no balbucea, no se mueve. Solo me atrae. Bastaría pulsar el botón lateral para que su brillo inmóvil se convierta en un caudal de imágenes y de voces. ¿Cómo dejar sin vida esa ocasión de conocer? ¿Cómo seguir sintiéndome libre tras haber amordazado un torrente de sentidos y sinsentidos?

Escribo una primera frase e inmediatamente la tacho. Me pregunto cómo sería una vida sin móvil. ¿Quién podría concebir una mutilación de ese alcance y a estas alturas? Ha pasado de ser un instrumento útil para ser un órgano vital. Mientras juego en mis dedos con la pluma, reconozco que no solo tengo un teléfono, sino que ya poseo una fisiología telefónica que me impide neutralizar el aparato. Su ceguera afecta a mi sosiego, su mutismo se proyecta sobre mi oído, su ausencia ataca mi equilibrio.

Mientras arrojo el folio a la papelera y enrosco el capuchón de la Montblanc Meisterstück, comprendo que la tabarra de mi iPhone actúa ya como una molestia crónica cuya perdurabilidad es el signo más evidente de que sigo todavía vivo.

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