Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

Educar, además de enseñar

Educar además de enseñar
Educar, además de enseñar
Fiorella Balladares

Hubo épocas en las que se tenía tanta confianza en la universidad que parecía bastar con que los jóvenes ocupasen las aulas para que hubieran tomado el ‘buen camino’. 

Era algo semejante a la continuación de la peripecia de Pinocho, el muñeco que acudía a la escuela para convertirse en una persona de verdad. Pero en el siglo XXI, las aulas de la educación superior ya no tienen como prioridad la formación de ‘personas de verdad’.

El pasado miércoles entró en vigor la nueva Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU). Era un compromiso del Gobierno con Bruselas para recibir los fondos de recuperación europeos. El objetivo es modernizar el cuerpo de la institución. No obstante, aún más dudas genera su alma.

"¿Para qué existe la universidad?", según la conocida pregunta de Ortega y Gasset. ¿Qué es hoy? ¿Una red de guarderías para tener recogidos a los jóvenes? ¿Una agencia de empleo? ¿O es una institución comprometida en formar personas excelentes? Más allá de las leyes, lo que hoy sigue pendiente, quizás porque sea un interrogante irresoluble, es el antiguo debate entre educar o domesticar.

La presión de las élites económicas, las expectativas de las familias y el desinterés creciente de los estudiantes, apoyado por el impacto de internet, ha convertido a la universidad del siglo XXI en poco más que una maquinaria para proporcionar títulos a los jóvenes con el objetivo de que queden integrados en el orden social hegemónico.

Las primeras universidades (Bolonia, París, Oxford, Salamanca…) se consolidaron en el Medievo porque proveían de expertos a una sociedad que los necesitaba para funcionar adecuadamente: filósofos, médicos, teólogos, juristas... Más tarde, surgió en las aulas y los laboratorios la pasión por descubrir la verdad a través de la investigación y por transmitir ese empeño a las generaciones más jóvenes. Hoy, la universidad, que siempre ha servido al poder político sin disimulo para ganar sus favores y atraer sus fondos, ha relegado su protagonismo como motor de transformación de la sociedad y se ha acomodado en un papel secundario. Cuenta con grandes profesores y excelentes investigadores, pero la norma general es que buena parte de los alumnos solo pretenden lograr una titulación con el menor esfuerzo posible; en cuanto a los docentes trabajadores, solo se afanan por publicar artículos en ‘revistas de impacto’ para poder medrar en el escalafón, si cuentan con un padrino influyente.

La universidad española estrena ley, pero pervive el debate de si está demasiado volcada en formar mano de obra cualificada en perjuicio de su labor de agrandar el espíritu humano y formar profesionales que sean ciudadanos dispuestos a mejorar la sociedad

La historia demuestra que cuando los maestros han alejado a los estudiantes del orden ideológico-político imperante, incitándoles a pensar de forma autónoma, el poder ha recelado de ellos. A cambio, ha premiado a los que han actuado como agentes ‘normalizadores’, puesto que la educación es el mecanismo que históricamente ha tenido el papel de amansar la innata ferocidad humana. Por ello, nuestros centros de saber ya no forman gente que piense, sino que solo instruyen para que los alumnos sean buenos funcionarios y contribuyentes. Incluso las protestas estudiantiles ya no se organizan en los campus sino en las redes sociales.

La universidad se ha vuelto demasiado cautelosa para abrazar novedades que son fundamentales, como la interdisciplinariedad, y arrastra una excesiva burocracia. Se ha apoltronado en "la moral del establo, que permite disfrutar del calor del rebaño", según una acertada expresión de la catedrática y filósofa Adela Cortina. Por eso los estudiantes pueden salir de las aulas con amplios conocimientos científico-técnicos, pero sin amplitud de miras ni conciencia de que deben ser ciudadanos activos.

(Puede consultar aquí todos los artículos de Opinión escritos en HERALDO por José Javier Rueda)

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