Por
  • Cartas al director

Cartas al director de HERALDO: El cierre de una carnicería en Teruel

El cierre de una carnicería en Teruel
El cierre de una carnicería en Teruel
Pixabay

El cierre de una carnicería en Teruel

Debacle es la palabra que ha venido a mi mente cuando me he enterado de que han cerrado la carnicería que abastecía de productos básicos a más de cincuenta pueblos de Teruel y Guadalajara, y los mismos problemas que han ocasionado el cierre de Carnicerías Ortega pueden afectar a otras empresas, porque todas padecen la misma enfermedad: la despoblación

Los Ortega eran un motor económico en la zona, un servicio básico, pero ¿para qué salvarla? Algunos piensan que es mejor exprimirla hasta el ahogo, es mejor si cierra, que para hacerle una inspección de sanidad hay que perder toda la mañana solo para llegar a ese remoto lugar. Le exigen lo mismo que si estuviera en el paseo de la Independencia de Zaragoza. Esos mismos pensarán: vamos a exigirle… no, mejor vamos a matarla. Pues enhorabuena porque lo han conseguido. A esa empresa, y a cualquier otra que haga ese servicio, no solo deberían no exigirle tanto, sobre todo en el tema fiscal, sino que deberían pagarle por hacerlo. ¿Quién va a llevar el alimento a la gente que no tiene coche de esos cincuenta pueblos? La resignación de no poder hacer nada está tan metida entre los huesos de la gente que ya ni se quejan. Se resignan y si pueden ayudar al vecino sin coche seguro que lo harán, porque eso es lo que hacemos, ayudarnos entre nosotros, pero así nos va. Nos sacamos nosotros mismos las castañas del fuego, y el que tiene que sacarlas no se da por aludido, no se acuerda de nosotros, los abandonados por las administraciones. Los Ortega eran un servicio básico, pero lo peor es que estoy convencida de que caerán más negocios. La Administración que nos tiene que cuidar es la misma que da nos da el último empujón antes caer a ese abismo.

Ana María Checa Herranz. ZARAGOZA

El obispo y la bandera

La memoria es fundamento de la vida, por eso que creo oportuno la reseña de ciertos acontecimientos. Es San Sebastián, hace ya cuarenta años, cuando se recibe la llamada de un paquete sospechoso en el barrio de Gros, un joven policía nacional especialista en desactivación de explosivos acude al lugar; la trampa, la potencia de la explosión lo matará. El mando de Policía Nacional de la provincia activa los pormenores propios de la situación, entre ellos su funeral. Surge una cuestión: ¿lo hacemos entre nosotros o lo mostramos como lo que es, un ciudadano de San Sebastián asesinado, dependiente de un obispo cuidador de su rebaño? Se decide esto último y un capitán se dirige a la catedral del Buen Pastor a gestionar los detalles. En la sacristía, lo recibe el párroco a quien se le traslada nuestro deseo, no dice nada y se remite al obispo. Al poco rato sale el obispo, no traslada su pésame pero dice que no habría problema, a salvo las «manifestaciones políticas» que se produjeran. Nadie quiere que este hecho sea objeto de acción política. Se le indica que no habrá discursos ni simbología partidaria de ningún tipo. Al capitán se le viene a la mente la enseña nacional que estará presente cubriendo el féretro, y se lo dice. "Eso, a eso me refiero", le indica el obispo: no puede entrar en el templo la bandera de España. Viendo al obispo, la respuesta, y que eso podría impedir el funeral, el capitán recuerda el maltrecho cuerpo de su compañero asesinado y no puede contener las lágrimas. No obstante, indica que va a trasladar esa exigencia a sus mandos. La exigencia es difícil de aceptar, pero se acepta y así se transmite al ministro del Interior y al obispo. La parroquia del Buen Pastor espera el féretro que llega a los acordes del himno nacional y cubierto con la enseña nacional. En los arcos de acceso al templo tienen que ser el comandante jefe y el capitán quienes retiran la enseña, nadie quiere hacerlo. Dentro del templo, cuando el párroco dice las primeras palabras de la eucaristía, el coronel jefe de Policía Nacional del País Vasco saca de su chaquetón una bandera de España con la que cubre el féretro; el sacerdote calla, no pronuncia palabra alguna, el ministro y autoridades callan, el capitán está en un lateral, es el comandante jefe quien sale de su asiento y retira la bandera. Como un resorte y como si se hubiera apretado el botón de ‘on’, el sacerdote continúa la eucaristía. Finalizada la eucaristía, bajo los arcos de entrada, se vuelve a cubrir el féretro con la bandera de España. El Estado no combatió solamente contra una organización terrorista.

Luis Vernet Gómez. ZARAGOZA

De Molinos a Ejulve

Cabalgando por los oteros de Molinos (Teruel), me asomo a su balcón de paisajes preñado: allá abajo duerme el pueblo en los brazos de su querida y, en una mesita, alguien prendió el flexo solar allá, a lo lejos. Por un cortafuego bien rasurado, partimos hacia Ejulve meditando. La mañana palpita. Las arterías del bosque están crepitando. Los árboles crujen. El suelo bajo nuestros pies chasquea los dedos. Al follaje le rechinan los dientes. Con su pesado martillo, el corazón del bosque golpea una y otra vez en su yunque verde: ¡Pum, pum! De su inapelable latido depende la circulación de la savia de los bosques. Al fornido herrero se le oye labrar el valioso metal en su reducido habitáculo sin descanso. ¡Pum, pum! De su frente manan manantiales de sudor que fluyen por los afluentes hacia los barrancos de Santa Lucía y del Pantano. Realiza un doble mortal carpado en el Salto del Pozo y de cabeza se estrella en un charco allá abajo para fundirse con el Guadalopillo en un abrazo. En su faenar diario, el corazón del monte se muestra circunspecto. Aprieta con fuerza los dientes al restallar su mazo en el tas con cada zarpazo. Por su boca exhala un gañido acompasado, acabando en un gruñido seco. Accedemos a la Masada del Huergo para echar un bocado al coleto y tomarle el pulso al suelo que sigue potentemente latiendo ¡Pum, pum! A partir de allí hasta Ejulve, la sístole y diástole del campo se torna estepario, aunque no por ello menos espléndido, ¡Pum, pum!

Venancio Rodríguez Sanz. ZARAGOZA

Ojo con las palomas

Entre las aves que nos rodean –mirlos, gorriones, jilgueros, urracas, estorninos– hay unas tan familiares para nosotros como para nuestros más lejanos ancestros: las palomas. Y en la actualidad se ha suscitado un encendido debate sobre si representan o no un serio problema en las ciudades, pese a estar identificadas desde tiempos inmemoriales con el ramito verde en la boca que pretende representar a un ave amable e inofensiva, además de símbolo de la paz. Pero para la Organización Mundial de la Salud no siempre son portadoras de buenas noticias, ya que en forma de plaga masiva pueden dañar a poblaciones animales, vegetales y humanas hasta ser una pesadilla, un atentado contra el patrimonio arquitectónico urbano y una amenaza para la salud pública por las enfermedades que pueden transmitir.

Ángel Sánchez López. ZARAGOZA

Las cartas al director no deben exceder de 20 líneas (1.500 caracteres) y han de incluir la identificación completa del autor (nombre, apellidos, DNI, dirección y teléfono). HERALDO se reserva el derecho de extractarlas y publicarlas debidamente firmadas.

cartas@heraldo.es

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión