Por
  • Miguel Ángel Liso

La tumba del desprestigio

El Congreso de los Diputados se llena de insultos y exabruptos.
El Congreso de los Diputados se llena de insultos y exabruptos.
Jesús Hellín / Europa Press

Los partidos políticos están cavando con más furia que nunca su tumba del desprestigio. Si hubiera un manual para enseñar cómo conseguir ese hundimiento, serían unos alumnos aventajados.

 Sobran ejemplos de estos comportamientos. Hace unos días, dirigentes de la izquierda radical expresaban más preocupación por el hecho de que la derecha fuera a apoyar la reforma de la ley del ‘solo sí es sí’ que por los efectos dañinos y alarmantes de una norma mal hecha, que está beneficiando a condenados por delitos sexuales. No dan su brazo a torcer ante tamaña metedura de pata por un miserable orgullo mal entendido, cuyas consecuencias provocan el regreso al dolor ya vivido por las víctimas.

En esta misma línea de despropósitos puede ubicarse esa astracanada de moción de censura contra el Gobierno socialista, presentada por Vox. Ni siquiera cabe esperar de ella la emoción del juego parlamentario, esa que se deriva de la incógnita sobre su desarrollo y resultado final. A falta de interés, la moción destila perplejidad y chanzas por el hecho de presentar un candidato al Gobierno de España, Ramón Tamames, de 89 años, que no solo es ajeno al partido al que representa, sino que está, como ratifica en sus apariciones públicas, en las antípodas del mismo.

Claro que otros espacios políticos teóricamente más moderados no se quedan atrás en su demagogia para zaherir, injuriar y calumniar al contrario, aun a costa de manipular hechos y situaciones en la única búsqueda del beneficio partidista. Así se va dibujando un panorama político innecesariamente crispado y de escaso nivel.

La práctica de minar al rival y sus méritos es un viejo hábito entre políticos que se enfrentan para recolectar votos. Puede ser legítimo, pero cuando se cruzan determinadas rayas rojas y se revoluciona el viejo principio maquiavélico de que el fin justifica los medios, estamos hablando de algo más peligroso: estamos erosionando la buena praxis política en sus mismos fundamentos.

A día de hoy, el Congreso de los Diputados y sus aledaños se han trasformado en un estercolero del léxico y las actitudes, en un escenario de irracionalidad, de odio y de insultos descarnados. Nazis, fascistas, matones, corruptos, violadores, etcétera… son algunos de los exabruptos que nos hemos acostumbrado a oír bajo el amparo, según dicen, de la libertad de expresión. Se han convertido en acusaciones de uso corriente, pero tan desproporcionadas y manidas que quedan vacías de contenido.

Viene esto a cuento, una vez más, porque en apenas dos meses se celebran elecciones municipales y autonómicas; y en diciembre, las generales. Y la sensación es que esta práctica aún se va a agudizar más. Da igual que las encuestas de todo signo sitúen a la clase política como una de las principales preocupaciones de los ciudadanos y que el concepto sobre ella sea más bien nefasto. Es como si esa inquietud no fuera con ella. No le causa ni la más mínima reacción en aras a recuperar la cordura, el diálogo, la sana rivalidad y la inteligencia crítica.

Hace unos días un destacado ministro de la Transición me confesaba: «Mira que nosotros vivimos tiempos complicados, muy difíciles, plagados de enfrentamientos, jugándonos el paso de la dictadura a la democracia. Recuerdo especialmente la moción de censura de Felipe González en 1980 contra Adolfo Suárez. Hubo muchísima tensión. Se esgrimieron argumentos duros, provocadores y agresivos, pero nunca imaginé que se podría llegar a este grado de zafiedad, rencor y fanatismo como el que estamos presenciando».

La clase política es imprescindible para el buen funcionamiento de una democracia, pero cuando los políticos pierden la vergüenza, la educación, la cortesía y el civismo, a los ciudadanos les provoca repulsa… y sobre todo preocupación. Los políticos no deben atizar las llamas de la crispación, porque no sólo se convierten en víctimas propias del desprestigio, sino que también dañan la esencia de una democracia eficiente. Y luego vienen las quejas del auge de los populismos… En fin.

No hagamos bueno ese aserto de que los ciudadanos se sienten aliviados cuando los políticos duermen. Son necesarios, pero en el correcto uso de sus facultades y conocimientos y trabajando desde el respeto y la tolerancia, por muy duras que sean las confrontaciones con sus adversarios.

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