¿No existe?

¿No existe?
¿No existe?
Heraldo

Cuando muere un ser querido el mundo cambia. Mientras no se vive esa experiencia, en cierta forma, no se sabe qué es la Vida. Entonces se siente el límite de uno mismo en el otro, en la otra persona que ya no está físicamente aquí. 

Pero, como con la enfermedad y con el dolor, no tiene sentido. Humanamente no tiene sentido ni sufrir, ni padecer, ni morir. Sin embargo, esa tríada maldita obliga a buscar respuestas a por qué y para qué seguir viviendo.

Cuando muere alguien a quien amas, se rompe el corazón. Con ese dolor el propio cuerpo se desgarra e incluso llega a enfermar si se somatiza esa pérdida. En nuestra casa, nos costó mucho digerir la muerte de mi padre. Murió de un infarto fulminante el día de Reyes de 1983 jugando a frontón. Fue terrible. Se abrieron las puertas del abismo, mejor dicho, del nuestro, particular e intransferible. Cuando recupero esos recuerdos sigo sintiendo el sinsentido, la rabia, la impotencia. El límite está ahí mismo, al lado de cada uno, las más de las veces silenciado y oculto. Solemos olvidar que vivir es un regalo, frágil, volátil, efímero.

La muerte de los seres queridos nos señala el límite de nuestra propia existencia

Con María Bellosta (1970-2017), gran amiga y compañera de viaje, investigamos cómo se muere en nuestra sociedad y qué hacemos con la muerte. Primero con su tesis y luego con la ‘Guía del Buen Morir’ explicamos algunas de las claves para lidiar con los miedos, las inseguridades, negocios y cuitas que aparecen en este asunto. Ella contó en primera persona qué supone vivir con un cáncer y morir con ello. Por mi parte, en el contrapunto, expliqué mi experiencia cuando la muerte arrebata a quien quieres repentinamente. Ambos compartíamos una fuerte convicción espiritual donde el Amor es la clave de todo, independientemente de la cultura o lugar del mundo donde nos hayan criado. Y también compartíamos la fe en lo transcendente, más allá de los límites físicos. Esto es difícilmente explicable si no se acepta que es indecidible. Es decir, no hay respuesta hasta que se responde.

No es posible comprobar de manera fehaciente qué pasa al morir. Lo evidente es que quien estaba ya no está como estaba. Pero no se puede corroborar nada más. Sólo caben apuestas y conjeturas que se construyen colectivamente y se asumen de manera individual. Es un campo abierto a infinitud de respuestas, tantas como personas, distribuidas entre el extremo de la nada y el todo. Es el campo de las religiones donde se despliegan teologías y filosofías, formas de poder y sumisión, sistemas de organización social, ritos y costumbres que, con más o menos acierto, sirven para explicar lo inexplicable y para vivir el día a día.

La manera de encarar ese trance está marcada por creencias y costumbres sociales o religiosas, pero tiene un aspecto puramente personal sobre el que conviene reflexionar

Cuando muere un ser querido, quienes sobreviven se enfrentan a la tarea de seguir viviendo. Y ahí explicarse su propia vida y la memoria de quien ya no está. Cada quien decide qué quiere vivir. Es posible instalarse en el hecho de que ya no existe un cuerpo, ni está presente materialmente, ni se puede abrazar, ni paga impuestos. Es el lado de la nada. El lado del vivo al bollo porque el muerto está en el hoyo. El lado donde la existencia se decreta de forma material y tangible, con lo que se ve y se toca. Si se oyen voces o se rememoran recuerdos y vivencias es arena de otro costal. Eso es cambiar de territorio y apropiarse de lo real de otro modo.

Por eso, como alternativa, es posible confirmar la vida vivida y llenar conscientemente el día a día de las palabras, de las sensaciones que se vivieron y siguen habitando el juicio pese a la ausencia. Es un paso práctico donde los sentimientos llenan de sentido justamente eso, la presencia ausente. Pese a que murió, existe y está aquí. Es posible conversar con nuestros seres queridos como cuando uno habla consigo mismo. Es una autoafirmación al alcance del corazón y de la razón alimentada por el cariño. Ese ir y venir de palabras rescatan del olvido lo inmaterial y eterno. Es un proceso afectivo y cognitivo que, de manera acumulativa y reflexiva, construye experiencias inefables donde la memoria personal se puebla de Amor. Existe, es real y verdadero, ese recuerdo imborrable en quienes seguimos vivos. Incluso es posible reencarnar en las cosas cotidianas a quienes ya no están, pero siguen con nosotros. Basta con hablar un poco cada día para comprobar que siguen al lado.

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