Prohibir palabras: otra inquisición

Prohibir palabras: otra inquisición
Prohibir palabras: otra inquisición
POL

Roald Dahl era inglés. Medía dos metros largos, fue piloto de guerra entre 1939 y 1941, se estrelló en África, salió de eso con la cabeza rota y fichó como espía británico en Washington. Espiaba a los EE. UU. Trató a los Roosevelt, jugaba al póker con Truman y fue amigo de Hemingway y enemigo del Estado de Israel. 

Pero apenas nadie lo conoce por eso, sino por ser el padre literario de los gremlins. Son unos duendes inventados por los aviadores británicos, a quienes se culpaba de las averías inesperadas o inexplicables: "Ha sido un gremlin", zanjaba el mecánico, o el piloto, cuando aparecía mal algo que debía estar bien. Dahl decidió darles historia y aspecto y con ello empezó a ser conocido. Esos y otros gremlins han acabado siendo protagonistas de películas con éxito. Lo mismo sucedió con otra historia suya para jóvenes, ‘Charlie y la fábrica de chocolate’. Hay media docena más de títulos que lo hicieron famoso en los países de habla inglesa, pero los dejaremos estar.

Ahora, su editor británico, aprovechando que está muerto desde 1990 y que sus herederos se preocupan sobre todo por ganar dineros, ha decidido censurar sus relatos y suprimir ciertos párrafos ‘molestos’ y docenas de expresiones o palabras ‘inconvenientes’, para que cierto público ‘sensible’ siga comprando esas ediciones. Augusto Gloop, ‘enormemente gordo’ ya es solo ‘enorme’; la señora Twit ya no es ‘fea’; los Umpa Lumpa, antes esclavos negros enanos, son ahora de género neutro y ‘pequeños’, en lugar de ‘diminutos’ que apenas llegaban a la rodilla; una mujer corriente, cuyo aspecto era el de alguien que podía ser ‘cajera en un súper’ o ‘secretaria de empresario’, ahora adquiere hechuras de ‘directiva de un negocio’ o ‘científica puntera’. Los ‘hombres nube’ son ‘el pueblo nube’. Ya no hay ‘negros’ en las páginas de Dahl. Ni ‘locos’: se han vuelto ‘raros’. La purga ha ido tan lejos que donde Dahl citaba a Kipling, ahora aparece Jane Austen.

Le han hecho un barrido espectacularmente completo. Dahl ha sido despojado de su arsenal de adjetivos en todos los ámbitos semánticos relacionados con lo que ahora pasa por ser políticamente correcto (¡qué expresión idiota!): razas y etnias, género y sexo, aspecto físico, peso, altura, apariencia física, psiquismo, violencia… El resultado desborda melosidad insípida. La obra está mutada y mutilada. Ha mermado la sustancia de los niños dahlianos, que pensaban y actuaban como sujetos sensibles a sus derechos y necesidades y desarrollaban políticas y visiones propias de las cosas que veían. Su mundo aparece hoy pintado con otros colores.

En Francia, donde los derechos sobre los relatos de Dahl los tiene la veterana casa Gallimard, no se tocarán los textos del escritor. Esperemos que en los países de habla española suceda otro tanto y que se rechace la inclusión de un autor en esos círculos concéntricos de lo políticamente correcto que son la cancelación y el temible pensamiento (¿?) ‘woke’, que lucha con fuerza por anidar entre nosotros, con la ayuda de batallones de majaderos.

No está de más reflexionar sobre qué significado da cada cual al concepto de ‘políticamente correcto’ y explicar a los más inadvertidos cuántas trampas puede encerrar

¿Corregiremos a Cervantes?

En el Quijote ¿habrá que suprimir a un san Jorge que atropella y mata a los escuadrones agarenos; o los pasajes en que llama secta al islam y falsos los milagros de Mahoma, cuyos seguidores son todos ‘marfuces’, o sea, engañadores? ¡Ah, fanático Cervantes! ¿Y el Cervantes soez? Emplea la voz ‘puta’ con abundancia en su libro maravilloso. Como insulto: "¿Adónde estás, puta?", en boca del ventero; o "Don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo", en la de Don Quijote. Como injuria al malvado: "…ese hideputa de gigante" (Sancho); como alusión al refranero: "Será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos" (Sancho). O como elogio superlativo: "Cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: ¡Oh hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho!" (el escudero del Caballero del Bosque); o bien, en tono laudatorio para un vino que acaba de degustar: "¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!" (Sancho, siempre glotón).

¿Habría que podar, o talar, un romance de don Luis de Góngora –acaso el primer poema que en la literatura española se pone en boca de un niño–, en imitación del modo de hablar de la infancia: porque dicho poema, amable y festivo, comienza con ‘Marica” e invita a hacer una merienda con ‘chochos’? Nada menos.

¿Se suprimirán ‘marica’ y ‘chocho’ para no enojar a los más necios? ¿O se explicará al joven que lo leyere qué pintan en esos versos una María y unos altramuces?

Al niño no hay que formarlo en una inopia rosácea, cercana a lo inmaculado. Hay que enseñarle qué está bien y qué está mal y sus porqués. Y darle a leer cada libro cuando la criatura esté en sazón. Si quieren ustedes leer los cuentos genuinos de Roald Dahl (se puede vivir sin ello), háganlo ahora. Cuando los ‘limpien’ ya no serán lo mismo. El peligro ‘woke' se pirra por prohibirnos palabras y está en fase de crecimiento.

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