Por
  • Katia Fach Gómez

Mamá Alexa

Mamá Alexa
Mamá Alexa
Pixabay

El fin de semana pasado, los padres de una amiga de mi hija nos invitaron a comer en su casa. Mientras los adultos estábamos en el salón, las dos niñas jugaban en el cuarto infantil, ubicado en el otro extremo del piso. 

De vez en cuando, una voz femenina en off interrumpía nuestra charla en el salón, con proclamas incendiarias: ¡queremos crepes de chocolate!, ¡las mujeres no lloran, las mujeres facturan! Ante nuestro estupor inicial, el anfitrión nos aclaró que quien hablaba era Alexa, la asistente virtual de Amazon. El padre la había configurado para que reprodujera los mensajes que la niña generaba desde su habitación. Ya en nuestra casa, mi hija me enumeró las incontables virtudes de Alexa: sabe contar chistes, conoce mi música favorita, hace lo que le digo… Irónicamente le pregunté si Alexa era también una buena madre. De forma muy natural, me respondió: "Es mejor que la madre de Matilda". Efectivamente, es difícil ser peor madre que ese hiperbólico personaje de R. Dahl, al que mi hija tiene pánico. Pero me sorprendió que su mente infantil no se opusiese a que una máquina pudiera desempeñar tareas de crianza tan, hasta ahora, indiscutiblemente humanas.

La tecnología, evocando la charla de El Principito con el zorro, parece estar domesticando a nuestros hijos y generándoles nuevas necesidades. ¡Menos mal, hija mía -pensé para mí en pleno arrebato luddita-, que en nuestra casa no sabríamos ni cómo encender Alexa! Eso que te llevas por delante.

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