Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

El mundo no es plano

El mundo no es plano
El mundo no es plano
POL

Churchill decía que la URSS era un enigma envuelto en un misterio. Hoy, en Rusia tampoco hay certezas. No obstante, dos cuestiones parecen claras. 

La primera es que el presidente ruso no tiene ideología; solo es un híbrido entre sátrapa y cleptócrata. La segunda, que la geopolítica vuelve a estar en boga porque una guerra inesperada está trastocando los mapas. Ya ocurrió así en el Congreso de Viena (1815) tras la derrota de Napoleón; en la Conferencia de Berlín (1885) para repartirse el poder colonial; en la negociación del Tratado de Versalles (1919) después de la Primera Guerra Mundial; en la Conferencia de Yalta (1945) tras la Segunda; y en 1991, cuando la bandera roja dejó de ondear en el Kremlin.

En 1989, el fin de la Guerra Fría y el triunfo de EE. UU. exigían la puesta en pie de un nuevo orden internacional que reemplazara al bipolar. La cuestión era definir si el vencedor iba a seguir el modelo de Viena o el de Versalles en sus relaciones con el imperio vencido: una Rusia que por extensión, población, recursos y cultura es una gran potencia. Tres décadas más tarde, Putin ha tomado partido. En otro vaivén del milenario movimiento pendular de Moscú entre Europa o Asia, esta vez ha optado por el autoritarismo oriental, que ya asimiló durante la invasión de los mongoles y ahora vivifica bajo la tutela de China.

Desde hace justamente un año, los 8.000 millones de habitantes del planeta estamos en guerra

Con la ‘operación militar especial’ de Putin el mundo deja de ser plano, siguiendo la metáfora de Thomas Friedman, que en 2005 propuso la teoría de que la caída del Muro de Berlín, la omnipresencia de internet y la deslocalización de la producción abrían un escenario de homogeneización global. Hoy, sin embargo, el mundo está fracturado. Esta misma semana, ‘The Guardian’ ha publicado un informe del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores sobre las consecuencias geoestratégicas de la guerra: "Occidente tendrá que convivir con dictaduras hostiles como China y Rusia, pero también con potencias independientes como India y Turquía. Estas no representan un nuevo tercer bloque, ni siquiera comparten una ideología común, pero tampoco están contentas con ajustarse a los caprichos y planes de las superpotencias".

Más allá de la geopolítica, el proceso globalizador de las últimas décadas ha sido reemplazado por una guerra cultural global. Entre los motores del comportamiento humano pierde peso el interés económico y lo gana lo que una tradición filosófica que arranca con Aristóteles denomina ‘fuerzas timóticas’: el orgullo, la necesidad de ser tenidos en cuenta, el resentimiento. Por eso Putin hace propaganda con la idea de recuperar la gloria soviética y China habla de un "siglo de humillación". Por eso está en auge el nacionalismo (Turquía) y decae el cosmopolitismo (‘brexit’). Por eso crece el deseo de orden (Polonia) y desciende el de pluralismo (ataques al feminismo y los homosexuales).

Más allá del campo de batalla ucraniano y de la pugna
geopolítica, todos participamos en una batalla cultural global

En esta guerra cultural global, el mayor obstáculo para el nuevo orden de las autocracias es la Unión Europea, potencia normativa sustentada en el Estado de derecho y el multilateralismo. Pekín y Moscú no quieren leyes internacionales ni democracia. El nuevo zar, que ha vuelto a evidenciar las trágicas consecuencias de vivir bajo los designios de un dictador, no teme a la OTAN sino al avance hasta sus fronteras de los principios de las democracias liberales.

Miles de ucranianos han muerto durante el último año por defender valores como la dignidad, los derechos humanos, el imperio de la ley y la libertad de todas las personas. Todos tenemos la obligación de proclamarlo porque a la perseverancia del crimen hay que responder con la obstinación del testimonio.

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