Por
  • Juan Antonio Gracia Gimeno

La muerte de Molière

La muerte de Molière
La muerte de Molière
Pixabay

En una sencilla alcoba de su casa de la parisiense calle Richelieu, el dramaturgo y actor Jean-Baptiste Poquelin, ‘Molière’, entra en agonía. Dos religiosas clarisas están a la cabecera de la cama rezando por el enfermo. Su sirvienta, La Forest, ha ido a buscar a un sacerdote a la vecina parroquia de San Eustaquio. 

En vano. Uno después de otro, los abates Lenfant y Lechat no quieren acceder a las reiteradas suplicas de la buena mujer.

Un miembro de la familia, Mr. Aubry, logra convencer a un tercer sacerdote, el reverendo Paysan, pero cuando este llega a su domicilio, Molière acaba de expirar. Sonaban en aquellos instantes las diez campanadas de la noche del 17 de febrero de 1673, hoy hace trescientos cincuenta años. Solo un par de horas antes, el mismo Molière, sobre el escenario del vecino teatro del Palacio Real, hacía reír a todos los espectadores de una de sus obras.

Armanda, su mujer, comienza a preparar el entierro cristiano de su marido. Va a la iglesia de San Eustaquio, cuyo párroco, apoyándose en el pretexto de que su marido murió sin confesarse –cosa entonces absolutamente necesaria, pues Molière, por su condición de hombre de teatro se halla fuera de la comunión de la Iglesia– niega la autorización de una sepultura cristiana.

Se dirige entonces Armanda al propio arzobispo de París, monseñor Harlay de Champvallon, a quien hace ver que su marido expresó ante testigos su deseo de recibir la extremaunción y que, además, comulgó en la última Pascua. Viendo al prelado sumamente reticente, Armanda solicita una audiencia del rey.

Tras la entrevista, Luis XIV da orden al arzobispo para que autorice la inhumación religiosa, si bien monseñor exige que la ceremonia se desarrolle sin ninguna pompa y con la presencia de solo dos sacerdotes: ni en San Eustaquio ni en ninguna otra iglesia de su diócesis podrá celebrarse un funeral solemne.

El entierro tuvo lugar el 21 de febrero de 1673 a las nueve de la noche ante una inmensa muchedumbre. Aparte de la hora inusitada, un detalle llamó poderosamente la atención: el féretro iba cubierto con el velo mortuorio de los tapiceros, que era el oficio de su padre. De este modo, la autoridad eclesiástica quería demostrar que en aquellos momentos se enterraba a un artesano y no a un genio de la comedia teatral.

El ‘caso’ Molière se inscribe en el contexto histórico de severidad con que en aquella época las leyes eclesiásticas trataban a las gentes que se dedicaban a hacer teatro. El rigor era tan tremendo que se les negaban sacramentos y sepultura católica. El arzobispo de París había prohibido a sus diocesanos ir a ver ‘Tartufo’ y, años después de su muerte, el gran Bossuet (1624-1717) condenaba a Molière como un gran enemigo de la Iglesia.

La dureza y, sobre todo, el ‘espíritu’ que subyace en estas disciplinas, hoy incomprensibles, han permanecido intactos casi hasta nuestro días, concretamente hasta el 25 de enero de 1983, fecha en que, por la constitución apostólica ‘Sacrae disciplinae leges’ de san Juan Pablo II, se promulgó un nuevo Código de Derecho canónico, vigente ahora, en el que se ha suprimido el canon 140 del Código anterior, que advertía a los clérigos con esta norma textual: "Los clérigos no asistirán a espectáculos, bailes y fiestas que desdicen de su condición, ni aquellos en que la presencia de los clérigos puede producir escándalo, principalmente en los teatros públicos". Y más cerca, entre nosotros, recordaré que en junio de 1956 los obispos españoles, evocando precisamente el famoso canon 140 del antiguo Código de Derecho Canónico, prohibían a los sacerdotes y religiosos la asistencia a espectáculos públicos, entre los que mencionaban expresamente el teatro, el cine, los toros y el fútbol.

La gran figura de Molière fue rehabilitada cristianamente de alguna manera el 17 de enero de 1922, con una misa en la parisina parroquia de San Roque, el templo más cercano del Teatro Real, para celebrar el tricentenario de su nacimiento. Poco tiempo después se fundaba en París la Unión Católica del Teatro. El 18 de mayo de 1925 Pío XI recibía en audiencia a un grupo de artistas franceses, ante los que el Papa reconoció que Bossuet había exagerado.

Todos estos datos en torno a la muerte y el entierro de Molière parecen hoy anecdóticos. Entonces fueron, más bien, dramáticos. Jean-Baptiste Poquelin, el incomparable Molière, dramaturgo, humorista, comediante, actor, poeta, fue enterrado en el cementerio de Père Lachaise de París. Él mismo redactó en latín su propio epitafio: "Aquí yace Molière, Rey de los Actores. En este momento hace de muerto y de veras que lo hace bien".

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