La Taguara

Una peña familiar testigo de fiestas y alegrías.
Una peña familiar testigo de fiestas y alegrías.
J. F.

En casa tenemos una bodega. No es de vinos ni nada de eso. 

Es una peña familiar con una mesa enorme, medieval, de madera y forja, con dos grandes bancos a cada lado. También hay una barra de bar; y un rincón con un sofá y dos sillones. La bodega, bautizada ‘La Taguara’, actuaba como un imán de afectos: nos ha servido para celebrar cumpleaños, nocheviejas y comidas del día de los Reyes Magos. Accesible tras una escalera, aguardaba a la felicidad vital de la familia sin esperar nada a cambio. Y esa felicidad entró a ella con niños, abuelos, madres, padres, primos y demás familiares. Hay cintas hermosas de VHS donde se nos ve a todos juntos celebrando cosas como se celebran cuando la vida ampara, como si las efemérides rutinarias del calendario fueran un hecho único e irrepetible. Había una fuerza emergente de ese subsuelo, un magma infinito y hacia afuera, irradiando alegría y ruido. Lo peor de la infancia es no apreciar la inmensidad de los momentos antes de la decepción finita de la vida. Tú corres, soplas velas, rompes piñatas y abres regalos apuñalando un horizonte que es una pared vertical y un cronómetro; y no te importa porque la ignorancia despreocupa y porque solo por ella se goza de una felicidad entonces irrepetible y necesaria.

Y precisamente ha sido esa fijación que tiene la vida por llevarse a todo lo que nos acompaña y nos quiere, lo que dejó a la bodega algo apagada, sin uso, y con una humedad que requería repararse. Pervivía el ganchito en el techo para colgar las piñatas, y las botellas de vino, y las artesanías y manualidades que mi padre trajo de sus años en Venezuela. Pero el resto era silencio, algo de polvo, una sala de espera. Un óbito al que mi padre ha puesto remedio con cariño, esmero, una ciática y dolor de riñones. Y que descubrimos este fin de semana cuando aparecimos por Casetas para estamparnos en la cara un murmullo de recuerdos y posibilidades que exige recordar felicidades pero también el compromiso de fabricar otras nuevas con las que encender el magma que era pétreo pero no tan duro como nosotros. La vida, como la ciática, aprieta pero también es nervio. Y por ahí caminamos desde la calle Olmo de Casetas hacia la travesía que cruza el barrio y de ahí hasta el fin del mundo. De abajo hacia arriba, como todo crece, menos las lágrimas.

@juanmaefe

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