Por
  • Jesús Morales Arrizabalaga

Memoria y amnesia de Estado

Memoria y amnesia de Estado
Memoria y amnesia de Estado
Heraldo

Sol de invierno. Seguimos señuelos de cosas escasamente relevantes que nos producen tensión, tristeza o la ignaciana "desolación" como estado de desgracia especialmente profundo. Días como los pasados basta con levantar la mirada y contemplar el azul de este cielo de invierno, ese azul único que se nos regala a los españoles, para cambiar radicalmente de ánimo. 

Merece la pena trascender los debates cotidianos circulares que saturan nuestra atención, y refrescar la media docena de preguntas que llevamos haciéndonos desde hace milenios, las que nos convirtieron en el "animal que habla" o el "animal que observa". Preguntas como ¿quién soy yo? Sin un fondo bien trabado de reflexiones sobre ella no cabe esperar respuesta convincente a su variante, ¿quiénes somos nosotros?

Somos complejos (no tanto como para ser inalcanzables por la inteligencia llamada artificial). Obtenemos identidad mediante la combinación de varios parámetros (tampoco muchos). Uno de ellos es el que resulta de aplicar operaciones de recuerdo-olvido sobre las cosas que se hacen y las cosas que pasan. Somos lo que recordamos, pero también lo que hemos olvidado.

Nuestra identidad se basa en un equilibrio entre el recuerdo y el olvido

Observamos hechos y sucesos; seleccionamos algunos. Sobre este material de base aplicamos nuestros mecanismos de recuerdo-olvido. Dos acciones que se complementan y nos dan identidad. Tienen distintos niveles o modalidades.

1. Recuerdo y olvido espontáneos. No responden a nuestra voluntad: ese recuerdo de una anécdota irrelevante (el día que el profesor vino a clase con espuma de afeitar en la oreja), el olvido de casi todo lo que percibiremos a lo largo del día. Este olvido espontáneo tiene un pariente oscuro común: el producido por procesos neurodegenerativos.

2. Recuerdo y olvido inducidos: se producen como resultado de un esfuerzo propio que busca precisamente uno de estos efectos. Por ejemplo, utilizando estrategias de estudio o memorización. Aquí el camino del olvido se estrecha: nuestra capacidad para provocar en nosotros el olvido de algo es muy limitada; como mucho podremos encapsularlo para que no interfiera demasiado.

3. Un tercer nivel es el forzado: responde a la voluntad y acción de alguien que no somos nosotros, normalmente mediando algún tipo de fuerza o coacción. Esta estrategia de imposición, de fuerza, puede ser eficaz para provocar recuerdos, pero aplicada para producir olvido está llamada al fracaso. Ninguna persona ni organización puede erradicar eficazmente un recuerdo individual sin emplear medios gravemente destructivos de la persona. Podrá acallarlo y bloquear su expresión; que no es poco, pero sobrevivirá en estado de latencia. El olvido no reacciona ante estímulos legislativos; la amnesia no se decreta. Los prescriptores de olvido lo saben y utilizan como alternativa la saturación, la acumulación de recuerdos; así, cubriendo de enruna cognitiva no lo hacen desaparecer pero lo esconden.

Si nuestra identidad resulta del equilibro entre recuerdo y olvido, el nivel que describo como ‘forzado’ es una agresión directa a nuestro núcleo de personalidad y debe ser objeto de condena moral y reproche jurídico. Rechazarse. Protegemos bienes y valores de menor entidad.

Pero cuando, desde fuera, se nos quiere forzar la conciencia para que recordemos ciertas cosas y olvidemos otras se comete una agresión directa a nuestro núcleo de personalidad

Hay gobernantes poco reflexivos a los que se les ocurre legislar sobre este delicado binomio. Dicen que legislan sobre la memoria, pero dedican más esfuerzo al olvido forzado: cosas hechas, sucesos, de los que hay que borrar rastro. "Hasta enterrarlos en el mar" (supongo).

Puedo poner pocas objeciones a la promoción de memoria significativa: es mi profesión. Hay, con todo, casos de desproporción: de asignación exagerada de recursos para propiciar un recuerdo que los afectados garantizaron holgadamente con sus obras como el ‘Poeta en Nueva York’ o el Quijote. Concentro mi rechazo en la amnesia de Estado, en la supresión forzada de nombres, vestigios que, entre otras cosas, son imprescindibles para comprender aquello cuya memoria queremos reforzar. Deben revisarse honores incoherentes con nuestro actual sistema de valores, pero no puedo entender el olvido absoluto forzado; la erradicación de hechos. No es sólo cuestión relativa al franquismo. Si el estudio de nuestra Historia comienza en el siglo XIX corremos el riesgo de que la democracia parezca un fenómeno natural; confiaremos en su fuerza y surgencia espontánea… y nos equivocaremos.

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