Por
  • Julio José Ordovás

Ladrón de patinetes

Un patinete circula por el paseo de la Independencia de Zaragoza.
Ladrón de patinetes
Francisco Jiménez

Vuelvo a ver ‘Ladrón de bicicletas’ y, más que el relato conmovedor del padre y el hijo unidos en la desgracia (ese niño que pierde la inocencia al descubrir, en unas pocas horas, que el mundo es una selva), me atrapa esta vez el extraordinario retrato que hay en la película de la Roma de posguerra. 

Siguiendo los pasos frenéticos de los protagonistas por todo tipo de calles y callejuelas, Vittorio de Sica nos lleva de un escenario a otro, a cuál más sórdido (la casa de empeños, el Rastro, el Tíber, la casa de lenocinio, el comedor de beneficencia, el piso de la adivina, el restaurante donde solo comen los ricos, la infravivienda en la que malvive, hacinada, la numerosa familia a la que pertenece el ladrón), para hacernos ver la cara oculta de la ciudad eterna, idéntica, en su miseria y desolación, a cualquier ciudad europea de aquellos años, finales de los cuarenta, en los que Europa entera era un guiñapo. Es Roma, sí, pero como De Sica, muy inteligentemente, no saca a relucir los grandes templos y monumentos romanos sino que muestra sobre todo la periferia, los suburbios y descampados, podría ser también Madrid o Barcelona o Berlín o Viena. Ciudades arrasadas que luchaban como podían por resurgir de sus cenizas.

Una mujer marroquí me contó el otro día que le robaron su patinete eléctrico en Gran Casa, donde trabaja. Su puesto laboral, por suerte, no depende del vehículo, como en el caso del desgraciado protagonista de la película de De Sica. El robo le ha afectado económica y anímicamente, pero no por ello ha renunciado a seguir yendo a trabajar sobre ruedas, aunque ahora el patinete en el que se desplaza es de alquiler.

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