El guiñote, bien social
Isidora sale cada tarde de casa a echar la partida de guiñote. Agarra el tacatá, coge el ascensor y acude muy tiesa a su cita diaria. Siente que durante ese rato vuelve a ser la misma de antaño, alegre, ya sea cantando las 40, soltando una buena brisca a su pareja o matando al contrario el tres con el as.
Estos días de lluvia está castigada en casa, así que no se pierde el parte meteorológico a ver si escampa y puede salir de nuevo a practicar su juego favorito y, con la excusa, se relaciona con sus amigos del centro.
El guiñote le recuerda su niñez en su pueblo turolense, las tardes de domingo y los días de fiesta, siempre en buena compañía. Ahora, gracias a los naipes, está haciendo amigos sorianos, de Guadalajara y riojanos... e incluso inmigrantes a quienes sus ascendientes de Aragón o Castilla les enseñaron las reglas del juego allende los mares. Guiñote sin fronteras.
A Isidora le hizo ilusión que su nieto le pidiera que le enseñara a jugar porque tenía amigos que se habían aficionado a echar la partida por internet. Desde entonces, la baraja se ha convertido en un elemento que los une. Ha visto cómo su memoria no va en declive desde que salió de la soledad obligada de la pandemia. Así que está de acuerdo en que sea declarado bien de interés cultural... incluso social y mental, añadiría ella.
Ha leído que el guiñote lo extendieron los soldados de la Corona de Aragón a partir del siglo XIV. Pero ella defiende su propia teoría: cree que tiene que ser anterior, porque no hay pueblo del antiguo territorio de la Celtiberia donde no sepan cantar las 40. A Isidora, si la tientan, tampoco le importa echar un órdago a la grande, dicho sea de paso.
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