La vida en nudos

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La vida en nudos
JMACIPE

La vida nos lleva con traqueteo y por eso compramos cojines para el cuello que siempre olvidamos, y tenemos tortícolis y nudos en las cervicales, que son la versión tolerable de los nudos en la garganta y el corazón. 

Los viajes son expectativas de ida y vuelta. Yo espero porque soy cobarde; y acudo cuando no puedo más. Saco billetes, hago mochilas y maletas. Y eso que a veces, más por miedo que egoísmo, uno no viaja por no sentir que traiciona al no quedarse en Zaragoza, en Casetas, o en la cola de puertas de embarque a los trenes. Hay una pena en la certeza de que quedarte inmóvil es imposible porque sin andar también se avanza a la derrota. Con todo ese abanico de dudas, se sigue, se compran viajes que iluminan las luces de Navidad de un Madrid soleado pero frío, como una advertencia. Menos de 80 minutos de trayecto y a veces es todo tan difícil, que cuesta entender cómo se puede explicar el pasado con cifras y objetividades: la temperatura, el tiempo, las distancias, el precio de un menú. Vinieron mis padres tres días a una ciudad como Madrid, que a veces toca disculparla por estrés y cuestas. Las calles obvias, como los noviazgos de extrema juventud, hartan y nadie se explica (mis padres tampoco) cómo se puede vivir así. Huyendo, les digo.

Llevo más de diez años de exilio y ellos más de una década visitándome, por lo que ya son un híbrido habitante-turista, un reto sorprenderlos y más aún decirles adiós. Como canta Ricardo Vicente: ¿Qué haces tan lejos de casa? Lo que ocurre con el paso del tiempo es que te miente porque te sitúa en un lugar que ya no es solo el tuyo; así que uno anda a veces ansiando un retorno hacia un espacio que tal vez no existe. Ese territorio, ahora y de momento, es en realidad mi vida en Madrid, la distancia a mis padres y hermana, la ilusión por visitarnos, preguntarnos cuándo estaremos por la Zaragoza de ahora, siempre nuestra. Un traqueteo vital de viajes hacia adelante y cariño tribal como el trocito de pan que mi madre se quitó de un bocadillo para que mi padre pudiera comerse su ración de champiñones con algo de pan en una céntrica cafetería de Madrid donde todo iba acelerado menos nosotros, que, obedientes, sucumbimos al traqueteo pero siempre nos prestamos un cojín para el cuello que nos acolcha la garganta y el corazón.

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