Cena de quintos

Cena de quintos
Cena de quintos
Krisis'22

El sábado pasado acudí por primera vez a la cena de quintos de mi generación. 

En la anterior oportunidad, hace siete años, no pude asistir. Por lo que contaban, en aquella ocasión estuvieron casi un centenar, noventa y ocho para ser exactos. En esta éramos sesenta y dos entre chicos y chicas, sumando unas cuantas décadas a nuestras espaldas. Con algunos y algunas hacía más de cuarenta años que no había vuelto a coincidir. Antes de entrar en el restaurante, las conversaciones rescataban del baúl de los recuerdos los rostros del pasado convertidos en lo que ahora somos. Ahí, sin necesidad de tecnologías, la memoria recuperaba imágenes y remembranzas. Rostros, cuerpos y voces se reseteaban para formatearse a la versión actual. Esto, acompañado por un curioso ir y venir de frases hechas, que no vacías, las cuales discurrían entre el ‘¡estás igual!’, hasta no reconocer para nada al otro con un ‘¡cómo has cambiado!’ Mientras, poco a poco, se iban refrescando las voces, las facciones y las melenas que en más de uno han desaparecido por completo.

En algunos casos nos remontábamos al último curso de la EGB en las escuelas, en las ‘nacionales’ del Blasco Vilatela, ahí se separaron nuestros caminos. Unos dejaron de estudiar y otros seguimos al instituto San Alberto Magno. Desde entonces apenas habíamos coincidido y los cambios eran mucho más evidentes. A quienes hicimos COU, la universidad nos terminó de dispersar y, en cierta medida, separar. El salto en los recuerdos era distinto, pero no menor. Los años y los kilos nos han derrotado a la mayoría, con unas cuantas honrosas excepciones por donde no ha pasado el tiempo y se conservan mejor que en la adolescencia.

Reencontrarse con compañeros y amigos de la adolescencia nos da la oportunidad de medir el paso del tiempo, de los años, de la vida

Esa percepción de las diferencias observadas en los ‘otros’ también actúa como una espoleta de la propia conciencia. Uno se redescubre a sí mismo en los demás. En el encuentro con los otros, que forma parte de la vida pasada, se activa la tensión entre permanencia y alteridad. Entre lo que fuimos y ya no somos, entre lo que somos y no seremos. Se reactivan viejas sensaciones e inercias que quedaron sepultadas por capas de vivencias de otras etapas y contextos. Es un curioso sentimiento donde también se experimenta el tiempo que ya no volverá. Nunca más seremos como fuimos y, sin embargo, estamos aquí porque fuimos como fuimos. Siempre faltará tiempo para recapitular sobre eso que ya no somos. Como dice el adagio latino: ‘tempus fugit’.

A mí el rato de la cena se me pasó volando. Primero porque tres horas, casi cuatro, se van sin sentir. Segundo porque la disposición de las mesas solo daba para conversar con los más próximos y me hubiera gustado hablar con quienes hacía tantos años que no nos veíamos. Las preguntas eran similares en todos los corros. ¿Dónde estás?... que obviamente remitía a saber dónde se vive. ¿Tienes hijos?... ídem para saber si tienes familia y saber qué están haciendo. ¿Dónde trabajas?, más obvia, que mostraba la diversidad de trayectorias que hemos experimentado, pero terminaba siendo la pregunta más radical como explicaré luego.

En el curso de una cena podemos regresar a la infancia para descubrirnos luego a las puertas de la vejez

No cuento con los datos, una buena parte estamos fuera de Sabiñánigo. Quienes salimos a estudiar, en una gran proporción, ya no volvimos. Nos hemos repartido por la geografía. Eso sí, unos cuantos han hecho todo lo posible por regresar a la comarca. Hablando de los hijos constatamos que algunas los tienen de más de treinta años y también hay que no llegan a la decena. Un sinfín de historias y circunstancias que íbamos desgranando comparándonos con nuestros padres, una generación que se sacrificó por nosotros en tiempos muy distintos, menos opulentos y más duros; muchos de los cuales ya no están, porque la vida precisamente es eso, una sustitución irremediable de mundos y personas.

Sin embargo, la impresión más radical fue descubrir que varios de los amigos del instituto ya están jubilados. Eso fue lo más contundente de la noche. Y no era por incapacidad laboral o por enfermedades sobrevenidas. Las prejubilaciones de las grandes empresas producen ese fenómeno. Lo cual resultaba inverosímil, pues, en una abrir y cerrar de ojos habíamos regresado a la adolescencia y abierto las puertas de la vejez. Cada día estamos más cerca de la tarjeta dorada y de los viajes del Imserso. Y más vale, porque la alternativa es no llegar.

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