Las protestas ecologistas utilizando celebérrimos cuadros en algunos de los principales museos del mundo son efectistas: están causando conmoción. 

Otra cosa es que resulten eficaces al trasladar la causa que las alienta, la denuncia de la inactividad ante la crisis climática. El ICOM, el Consejo Internacional de Museos, referencia en la protección del patrimonio, ha difundido un mensaje de los directores de casi 100 de esos centros, incluidos el Prado y el Thyssen, en el que se rechazaban tales formas de activismo y destacaban su «peligrosidad» porque «subestiman la fragilidad de esas irremplazables obras». 

En el propio seno del movimiento ecologista se debate sobre si pueden acabar causando desafección ante el que es el tema con mayúsculas de nuestro tiempo y de los venideros.

En todo caso, han tenido una virtud: poner el foco en la conservación de los bienes histórico-artísticos. Lo han hecho, además, despertando una sorprendente hipersensibilidad en la opinión pública, cuando la indiferencia respecto a esta otra cuestión es la norma; por poner ejemplos solo cercanos y recientes, apenas han tenido eco las noticias sobre derribos ya consumados que borran parte del pasado de Zaragoza y sobre otros proyectados que alterarán irreversiblemente la identidad de la ciudad, o sobre esa ermita medieval de Encinacorba abocada al desmoronamiento, o sobre cómo ha sido cercenada una gran obra cerámica de Saura en la fachada de un centro comercial… 

Quizás es que no molestan tanto aquellos ataques, que lo son (los cuadros empiezan por el marco, cuente o no con la misma protección legal que la pintura que abraza), sino quienes los protagonizan, muy jóvenes y, como siempre ocurre con los ecologistas, unos aguafiestas que nos recuerdan lo insostenible del tinglado en que vivimos.