Conversación pendiente

Conversación pendiente
Conversación pendiente
Heraldo

Un par de veces al mes. Suele ser viernes alternos, coincidimos en la mañana. 

Nuestros caminos se cruzan yendo cada uno a trabajar. Cambiamos unas pocas palabras dándonos respectivamente los buenos días y recordando, con cierta dosis de ironía, una conversación pendiente. El pasado mes de enero fui yo mismo quien propuso quedar. Él, tan diligente como siempre, nada más recibir mi correo electrónico respondió para vernos al día siguiente. A lo cual contesté proponiendo tomar algo al lado de su trabajo. Cuando ambos habíamos confirmado que nos veríamos en su despacho, tuve que cancelar la cita. Un imprevisto se cruzó en la agenda. Era ineludible para mí. No podía acudir e inmediatamente avisé. Desde entonces está anotado el fallo en mi debe. Luego se han sucedido algunos correos más y los encuentros matutinos, donde queda claro que soy yo quien tiene la pelota en el tejado.

Idolatramos la Ciencia –en singular y con mayúscula–, muchas veces de manera
dogmática y acrítica, y dejamos de lado otras posibles fuentes de conocimiento

Es obvio que nada de lo que tenemos que conversar es urgente. Si lo fuera, no estaríamos dilatando el encuentro. Creo que ambos coincidimos en cierta dosis de hiperactividad a la hora de dar salida a los asuntos cotidianos. Además, las veces que hemos conversado han resultado interesantes. Al menos para mí, siempre aprendo algo. Incluso la última, donde discrepamos al tratar la gestión de la pandemia, tanto en su dimensión pública y política, como en la privada y ética. En esa ocasión, pese a las diferencias, quedaba abierto el horizonte para seguir hablando… y poner en práctica los "principios de observación y acción" de Bernard Scott, que reitero de nuevo: "Siempre hay una mirada más amplia; siempre hay otro nivel de detalle; siempre hay otra perspectiva; siempre hay error; siempre está lo inesperado". A lo cual se han de sumar la prueba del tiempo y la prueba del otro; ambas son dos claves para confirmar las decisiones públicas, sobre todo cuando éstas se quieren sostener sobre argumentos científicos. Y ese es, desde mi punto de vista, el meollo de lo que en enero quería conversar.

¿Cómo sabemos que lo que sabemos es fiable? ¿Cómo comprobar que el conocimiento que sustenta nuestras decisiones está bien fundamentado? ¿Cómo hacemos para confiar en una información y no en otra cuando nuestro día a día está repleto de datos, versiones y afirmaciones contradictorias? ¿Cómo distinguir el conocimiento válido de la mera charlatanería? Estas preguntas me acompañan desde hace años y, quizá por eso mismo, me fascina contrastarlas con quienes tienen posiciones seguras donde no se deja un resquicio para dudar. Por ejemplo, cuando a la hora de tratar una enfermedad se descartan remedios ancestrales o terapias alternativas que no tienen su sitio en el catálogo institucionalizado. Por no entrar en la denigración de la homeopatía, la acupuntura o la oración como soluciones terapéuticas y sanadoras.

¿Cómo sabemos que lo que sabemos es fiable?

En nuestra época nos dejamos llevar por la ‘religión de la Ciencia’, cuya característica principal, como decía Asimov, es que funciona. Hasta que sucede lo contrario y fracasa sea en sucesos iatrogénicos o en efectos secundarios relacionados con la salud. Quizá el problema de base es que se ha perdido el plural de las ciencias, simplificando sobre manera el amplio campo del conocimiento humano. Acelerando, al mismo tiempo, la proliferación de fuentes, de intereses y de mecanismos paralelos de creación consciente de ignorancia, porque no se fortalece ni la duda, ni la sospecha y la crítica sostenida en datos. Así hemos llegado a un nuevo dogma de fe idolatrando una palabra, Ciencia, en singular y mayúscula, minusvalorando otras formas de conocimiento humano. Es más, se identifica sin cuestionarlo el conocimiento con esa ciencia de tal modo que para que un saber tenga su estatus como conocimiento fiable ha de ser científico. En esto el positivismo del siglo XIX, impulsado por Comte y otros, nos ha traído hasta esta situación donde las ciencias se disuelven como ‘doxas’ bien construidas en una única fe verdadera, mientras la alienación colectiva crece al ritmo que proliferan las pantallas y se digitaliza nuestra vida cotidiana.

No sé cuándo retomaremos la cita pendiente. Hay más temas para conversar. De noviembre no pasará, me digo. Soy de los que creen que las cosas suceden cuando tienen que suceder, pero no siempre por casualidad.

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