Por
  • Fernando Sanmartín

Rojos

Usuarios del bus urbano, durante uno de los tramos de huelga de la jornada de este lunes.
Rojos.
Francisco Jiménez

Habría que tocar el autobús urbano, su chapa, en el que cada mañana nos subimos, igual que se acaricia el lomo de un caballo. 

Pero nadie lo hace. Tampoco pensamos en su rostro plano, azotado por el sol en agosto, por esos aguaceros que nos asombran o por la niebla invernal que desfigura la ciudad.

De madrugada, en las cocheras, cuando la noche practica el sentido de las confidencias, los autobuses descansan como nosotros y tienen conversaciones que nunca escuchamos; recuerdan a la chica con aspecto de novia de mafioso, al muchacho quebradizo, al adolescente árabe que deambula por la calle del Conde de Aranda y que jamás sabrá quién era ese conde, a la mujer que llora en un asiento trasero de la línea 23, al hombre que manda wasaps para no estar solo o al anciano que cojea sin saber si es la tristeza o el menisco lo que le impide caminar bien.

Hay autobuses que desearían ir al cine Palafox, subir las escaleras del cine y ver “Un hombre sin más”, de Labordeta, que usaba los autobuses cuando era diputado y una vez, frente al palacio de la Aljafería, en la avenida de Madrid, corrió como un esprínter para coger uno de la línea 33 que salía de la parada. Sucedió así. Yo lo acompañaba, corrí con él y sonreímos al alcanzarlo.

Ahora los autobuses están de huelga y querría saber su opinión. Porque es grande y larga la huelga, fastidiosa, con ropa de taekwondo, la torpe exhibición de que no hay forma de llegar a un acuerdo.

Amo esos autobuses. Mucho. Me gusta su color rojo. Y verlos por la calle, en días tristones, me pone alegre, igual que cuando bebo un vaso de sangría.

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