Bodas y calimocho

En torno a la fuente de Neptuno se reunía una suerte de tertulia estudiantil.
En torno a la fuente de Neptuno se reunía una suerte de tertulia estudiantil.
Guillermo Mestre

Se me están casando los amigos. 

Una máxima que parecía imposible y que está cayendo cada primavera-verano como una cascada con más fuerza que la campaña de El Corte Inglés. La última fue de tarde y, claro, se empezó a bromear con ir a tomar unas copillas antes de aparecer por el evento, porque en mi grupo de amigos ir a un bar puede ser en broma o en serio, pero siempre es una opción. En esas, empezamos a fantasear con hacer botellón como en los tiempos de la Facultad de Filosofía y Letras. Parar a por unos bocadillos en el Bar London de la calle Pedro Cerbuna, una bolsa de hielo y vasos en el Comercio Sol de Giménez Soler, e ir a por el botellón al Sabeco que había en los bajos del Auditorio de Zaragoza. Una liturgia que se repetía dos veces por semana (a veces tres, seamos honestos) y que nos llevaba a la plaza donde está la fuente de Neptuno del Parque Grande. Allí hemos estado en climas agradables y también nos hemos prestado un guante para la mano que sujetaba el vaso cuando a Zaragoza la cortaba el frío. Los días de lluvia nos metíamos en un barco pirata para niños; un barco en tierra del que se podía salir mareado. Y mientras tanto debatíamos de política y libros de esa forma que solo garantiza la amistad: significaba lo mismo un insulto que un abrazo. Aquellos pelotazos ‘low cost’ nos iban cincelando, sin saberlo, en los hombres y mujeres que somos ahora, afortunados por una universidad que nos hizo encontrarnos para explicarnos que en la vida hay personas esperando a entender cómo somos cada uno de nosotros.

La cosa, si no fuera por el marco de calimocho y vasos de plástico, derivaba a veces en ateneo más que botellón. Recuerdo con especial cariño una noche en la que vinieron unos amigos del pueblo de uno del grupo: acabamos discutiendo a gritos creo que de teatro político mientras los otros, con su litrona en la mano, sentaditos en un banco, se miraban como si aquello fuera una encerrona para acabar atracándolos. Una rutina maravillosa del London al parque con final en el bar Desastre de Lozano Monzón, de la que hasta nosotros nos reíamos y que ahora revive en el modo en el que habitan las pruebas de la vida que nos hace. Al final, se recuerdan los pequeños momentos de casi siempre, rutinarios, benditos, placenteramente predecibles, como una buena amistad.

@juanmaefe

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