Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

El pato cojo

El pato cojo
El pato cojo
F.P.

Este año se ha celebrado a bombo y platillo el centenario de un libro que revolucionó la narrativa, el ‘Ulises’ de James Joyce. 

También ha tenido eco el haberse cumplido un siglo de la publicación de ‘España invertebrada’: varios artículos han puesto en solfa las tesis de Ortega y Gasset. Mucha menos repercusión ha tenido el centenario del audaz ‘Trilce’, de César Vallejo, a pesar de tratarse de uno de los mayores revulsivos de la poesía del mundo hispánico. De cualquier modo, en 1922 también se publicaron otras obras que, aunque no son objeto de celebración, hoy son consideradas canónicas en sus respectivas disciplinas científicas. Es el caso de ‘Opinión pública’, de Walter Lippmann.

Fue Lippmann (1889-1974) un columnista muy afamado, asesor de varios presidentes estadounidenses y brillante comentarista político. No obstante, es su ensayo ‘Opinión pública’ el que le ha sobrevivido en su tercera vida manriqueña. Muchos estudiosos lo consideran el primer tratado moderno sobre el tema. Fijó lo que, según su criterio, son los mecanismos por los que se forma la opinión pública: los estereotipos. Lippmann percibe que existe una clara diferencia entre las experiencias de primera mano y las que se reciben por otros sistemas, especialmente los medios de comunicación de masas. Los medios pueden formar estereotipos rápidamente.

En EE. UU., un presidente se convierte en un ‘pato cojo’ cuando llega al final de su segundo mandato porque la ley no permite que haya más

En los cien años transcurridos desde la publicación del libro de Lippmann, el estudio científico de la opinión pública ha vivido un considerable desarrollo. Sin embargo, el mundo académico no ha logrado consensuar un concepto unificado. Coexisten varias interpretaciones. En primer lugar, pervive todavía un planteamiento que está en la obra de Lippmann y que se basa en la idea de que el ciudadano medio tiene un conocimiento muy limitado de los asuntos públicos. En consecuencia, la opinión pública sería ante todo la opinión publicada, la de los medios de comunicación.

La segunda opción se fundamenta en la tesis de que la opinión pública es la agregación de las opiniones de los individuos. Es una definición ampliamente compartida en las democracias contemporáneas y se basa, en parte, en la idea de que la opinión pública puede conocerse a través de las encuestas.

La tercera alternativa interpreta la opinión pública en términos de conflicto entre los grupos que conforman una sociedad. Las opiniones no son producto de un proceso cognitivo de deliberación individual, sino que son organizaciones intermedias, como los partidos políticos, las que definen las opiniones y luego estas son asimiladas por los miembros del grupo. Y la cuarta variable establece que la opinión pública refleja las creencias mayoritarias en la sociedad. Sería la opinión pública la que impone las modas, los gustos o las formas de pensar.

En España, un gobernante
se convierte en un palmípedo lisiado cuando la opinión pública le da la espalda

En Moncloa, por si acaso, están muy atentos a todas las opciones y sobre todas pretenden actuar ante la proximidad de las elecciones. Así se explican sus intensas campañas mediáticas (1ª variable de opinión pública); sus reacciones demoscópicas, como la ‘encerrona’ en el Senado a Feijóo (2ª variable); y su novedoso discurso en torno a la ‘clase media trabajadora’ y a "los poderes ejercidos por los señores del puro en los cenáculos de Madrid" (3ª variable). Sobre la que no es capaz de actuar el equipo de Pedro Sánchez es la cuarta variable, su auténtico talón de Aquiles porque representa lo que los filósofos alemanes llamaron ‘zeitgeist’, el espíritu de nuestro tiempo, algo intangible que flota en el aire: la opinión pública española vuelve a ver al PP como el ‘partido alfa’. Este giro del péndulo político se ha comprobado con nitidez en las últimas citas electorales de Madrid, Castilla-León y Andalucía.

Las clases medias españolas le están diciendo a Sánchez que ha perdido lo que el catedrático Michael Ignatieff denomina "el derecho a ser escuchado por los votantes". Por muchas medidas que adopte y muchas ayudas que apruebe su Gobierno, no inspira confianza ni es capaz de convencer a los electores de lo fundamental, de que está en política por ellos. La opinión pública de las democracias liberales es así, tal volátil como exigente.

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