Por
  • Julio José Ordovás

Hotel de carretera

Hotel de carretera
Hotel de carretera
Pixabay

Hay hoteles de carretera que son sucursales del infierno. 

Este es uno de ellos. Son casi las dos de la madrugada y la pareja que está en la habitación de al lado lleva más de una hora pasándoselo bien, muy bien. Respecto a mí no puedo decir lo mismo. Ni el Ballantine’s que me he bebido después de comerme un sándwich vegetal en el restaurante del hotel ni el Orfidal que acabo de tomarme me han hecho efecto. Hace un calor insoportable y la habitación no tiene aire acondicionado ni un triste ventilador. Abrir la ventana no es una opción: el zumbido del tráfico nocturno me ataca los nervios como el goteo de un grifo mal cerrado. Extiendo una toalla en la cama, me doy una ducha y me tumbo, sin secarme, sobre la toalla. Con la vista clavada en el techo, me deprimo al pensar en todos los que han pasado por esta habitación inhóspita antes que yo: camioneros, moteros, agentes comerciales, conductores de autobús, predicadores, tratantes de ganado, maestros rurales, músicos de orquesta, policías corruptos, periodistas borrachos, empresarios arruinados, viejos maricas, prostitutas de distintas edades y nacionalidades, ladrones, poetas oligofrénicos, pederastas, fugitivos, expresidiarios, exmilitares, drogadictos, enfermos de cáncer y quizá también algún asesino.

Mis vecinos han terminado de pasárselo bien y han encendido el televisor a todo volumen. Cansado de golpear en vano la pared, salgo a un pequeño balcón que da a la parte trasera del hotel y enciendo un Nobel. Dos farolas empolvadas iluminan un solar en el que hay aparcados un par de tráileres, tres coches y una furgoneta. Mañana me espera un día duro. Tengo ganas de llorar. 

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