Por
  • Ana Alcolea

El pie

El pie
El pie
Pixabay

Este verano me rompí un pie. En realidad, solo uno de los huesos que conforman lo que se llama el metatarso. 

Soy torpe al caminar y me caigo con cierta facilidad. Tengo los pies cavos, dibujan una curva excesiva, y al caminar solo apoyo un 65 o un 70 por ciento de su superficie. Una parte queda en el aire y no tengo la estabilidad que me gustaría. Eso les pasa a los pies de bailarines, de gimnastas y de sus entrenadoras, como yo lo fui durante seis años. De pequeña andaba de puntillas, por la vida y por los pasillos. Todos decían que sería bailarina, pero las únicas cualidades que tenía para ello eran mis empeines y mi buen oído musical. Mis pies se fueron modelando durante mis años de entrenadora de gimnasia rítmica y las plantas se fueron convirtiendo en la mínima expresión. No llevo tacones y me caigo con las zapatillas más planas del mundo.

Hace unos años, en un viaje a Sri Lanka, el guía nos advirtió de que al día siguiente lleváramos calcetines porque en los templos había que entrar sin calzado. No imaginé que también tenía que subir descalza colinas que ya eran territorio sagrado. Pensé que ahí se acabarían mis pies, y que saldría de los templos con varios esguinces y varios huesos fracturados. Nada más lejos de la realidad: nuestros pies, como los de los animales, están diseñados para adherirse al suelo, para adoptar la forma de la tierra y adaptarse a ella. Tal vez hemos puesto demasiadas fronteras entre la tierra y nosotros, y por eso nos caemos una y otra vez.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión