Por
  • Julio José Ordovás

Mi padre

Desde la habitación del hospital se veía el mar.
Desde la habitación del hospital se veía el mar.
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Mi padre era duro como la tierra en la que vivió y en la que ya descansa. 

Mi padre no tuvo una vida fácil. Mi padre era agricultor y panadero. Mi padre se santiguaba siempre antes de encender el motor de la furgoneta. Mi padre era el mejor tractorista del pueblo y tenía un montón de copas que lo acreditaban. Mi padre leía tebeos y novelas del Oeste, nada más. Mi padre era poco hablador y nada expresivo: se lo guardaba todo adentro, bajo siete llaves. Mi padre no tenía buen genio (por decirlo suavemente). Mi padre no soportaba a los hipócritas ni a la mayoría de los políticos. Mi padre era un poco somarda. A mi padre le gustaba dormir tanto como a su madre. Mi padre tenía los ojos azules, como su nieto. Mi padre era calvo, como su padre, como su hermano y como sus cuatro hijos. Mi padre era infinitamente más habilidoso y bastante más inteligente que yo. Mi padre no fue un hombre ambicioso. Mi padre jamás envidió a nadie. Mi padre tuvo la inmensa fortuna de encontrar a una mujer como mi madre (y él lo sabía). Mi padre fumó mucho durante muchos años y lo pagó caro, muy caro. Creo que a mi padre solo le oí una vez cantar, en voz baja, una canción, no recuerdo cuál. A mi padre nunca lo vi quejarse ni derramar una lágrima. Mi padre no dejó ninguna deuda sin saldar. Solo había una cosa que a mi padre le gustara más que los carajillos de ponche: los helados. Mi madre y algunos de sus amigos de la infancia lo llamaban, afectuosamente, Julito. Mi padre murió sonriendo a mi madre. Desde la habitación del hospital donde mi padre murió el pasado domingo, se veía el mar. Julito, Julito, le decía mi madre cuando él ya no podía oírla.

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