Por
  • Andrés García Inda

Diario de verano (I)

Diario de verano (I)
Diario de verano (I)
Heraldo

Voy a buscar a L. al aeropuerto. 

En la terminal de llegadas la gente se abraza y se besa con alegría, a pocos metros de la de salidas, donde se despiden con cariño y tristeza. Hace unos meses yo estaba allí, pienso, y ahora doy gracias por estar aquí. El ciclo de la vida resumido en el ‘hall’ de un aeropuerto: estar yendo. Entre quienes llegan y quienes les reciben, dos mujeres se funden en un infinito y silencioso abrazo de casi diez minutos. No exagero. Parecen hermanas reencontrándose tras un tiempo de larga separación, de dificultad o de dolor. Cuando abandonamos la terminal siguen ahí, aún abrazadas, mirándose a ratos, sonriendo y asintiendo en silencio.

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Paso unos días en el norte, coincidiendo además con el aniversario de la muerte de Miguel Ángel Blanco. Mi madre me pregunta por A.: si la veremos este verano, dice; si seguirá con vida. El marido de A. era guardia civil y ella trabajaba como limpiadora en los años duros, durísimos, de plomo, en una ciudad en la que, como en tantos sitios, el tipismo disfrazaba a veces el resentimiento o la cobardía. De A. recuerdo, en aquellos veranos para mí adolescentes, su amplia y permanente sonrisa. Una sonrisa protectora como una coraza, de la dureza y la consistencia de un abrazo.

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En verano, la actualidad reduce su ritmo cotidiano, por eso esperamos que haya menos noticias, aunque cuando las hay suelen ser dolorosas, como los incendios

Una de las costumbres del verano es ver los encierros de San Fermín por televisión antes de ir a trabajar. Quizás lo había olvidado (con la suspensión por la pandemia) pero me llama la atención la artificialidad del evento, con su reglamentación, su lenguaje esotérico, sus rituales comerciales, su tecnificación y su profesionalización. ¿La tradición al servicio de la retransmisión? Quizás es inevitable, dada la masificación y el proceso de ‘disneyficación’ de la realidad, que todo lo convierte en simulacro. Aunque las cornadas sean reales (o precisamente por eso).

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Como dicen que hace calor entro a un bar a tomar una caña y refrescarme. En una mesa, un grupo de conocidos políticos de la ciudad (todos del mismo partido) parecen celebrar algo. Comentan la actualidad en alta voz, como para que se les escuche, así que me siento en la mesa de al lado y echo oreja, por si dicen algo interesante y me arreglan este artículo. Mi gozo en un pozo: todo son banalidades, lugares comunes, chismes corrientes y recetas de argumentario. Los del partido político contrario supongo que estarán haciendo lo mismo en otro sitio. Puede que tengan razón quienes dicen que todos los políticos son iguales salvo cuando dejan de serlo; de ser políticos, quiero decir. Pero los hay que no saben o no quieren dejarlo en ningún momento.

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Se llenan las redes sociales de imágenes compartidas por los amigos disfrutando de la naturaleza en la playa, en la montaña o en el campo. Es casi una competición: en cabeza van las del horizonte al atardecer, con el cielo anaranjado, seguidas de desayunos o vermús con el cielo limpio y azul (intensidad 21 en el cianómetro de Saussure). Como de momento yo sigo en mi rutina laboral, imagino qué diferente sería trabajar con esas vistas. O qué imposible. Entre las ‘amistades’ que intento revisitar cada verano está la escritora norteamericana Flannery O’Connor, que tenía su mesa de trabajo colocada frente a una pared vacía y encalada. Ese era el horizonte al que miraba cuando escribía sus relatos. Pero hay que tener el alma muy bien alimentada para convertir una pared blanca en una ventana al infinito. Yo no sé si sé.

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Los auténticos acontecimientos de estos días pueden ser una sonrisa o un abrazo

Llevamos todo el curso diciendo que vamos a quedar a cenar con G. y A. y por unas cosas y otras (la covid, el trabajo, los viajes, la familia...) no hemos podido hacerlo. Las vacaciones se convierten, quién lo diría, en un obstáculo más. ¿Malditas vacaciones? Del otoño no pasa. No sé si cuando quedemos nos faltará tiempo para hablar o para callar (seguramente lo primero).

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‘No news, good news’, dice el adagio periodístico. La mejor noticia es que no haya noticias. Y lo mejor del verano es que desaparezcan casi por completo. Por eso resultan más dolorosas cuando son reales (como los incendios) y más molestas cuando algunos se empeñan en convertir las anécdotas en tales. Ruido de moscas, tan características de este tiempo y que, como decía Pascal, a veces "impiden que nuestra alma obre, comen nuestro cuerpo". Y nos desvían de la esencial y feliz vacuidad de estos días y de sus auténticos acontecimientos: un largo abrazo, una sonrisa, un lienzo blanco...

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A veces se me olvida que vivir es estar yéndose.

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