Ser viajados

El aeropuerto de Zaragoza
Ser viajados
Guillermo Mestre

Hay gente que viaja sin saber por qué". 

Me lo decía un amigo hace algunas tardes, cuando quedamos para tomar algo y de paso despotricar contra la sociedad actual. El día que hagamos lo mismo pero jubilados (si llegamos a que nos jubilen), creo que echaremos tanta espuma por la boca que se nos cargará solo el móvil o la esclavitud que para entonces llevemos en el bolsillo. Sin embargo, en su agria manera de ver las cosas a veces tiene razón, y los viajes de verano es una de ellas. No mentaré a quien, en una reunión de padres cuando mi hermana era pequeña, afeó un viaje a Roma "porque allí solo había piedras". Pero de ese extremo no se puede pasar a los destinos recónditos donde la gente pasa diarreas, hambre, calor o picotazos como los que te llevabas los veranos en Casetas cuando eras niño y al caer la tarde, sobrevivir se llamaba Aután.

Son penitencias en las que, en mayor o menor medida, hemos caído todos. Como mi hermana cuando en un país asiático desechó la opción de comerse un pato cocinado que aún llevaba plumas. O el día en que a mi novia se le ocurrió ir a una isla napolitana, convirtiendo la jornada en un peregrinar a 45 grados con playas mediocres y unos minibuses tan apretados que con el sudor de todos los viajeros se podía hacer una nueva ginebra. Es el problema de las expectativas, que uno va a Ravello creyéndose Humphrey Bogart, ve a un policía indicándole que en el pueblo no cabe un alma más, y acabas poniéndote el bañador en la parte de atrás del coche para al menos remojarte en el primer pueblo de la costa Amalfitana que tenga zona azul libre.

Supongo que la dinámica en la que vivimos supone acumular un capital para descubrir algo que te vende alguien adelantado a tu curiosidad, generando una necesidad sobre otra de experiencias que concluyen en un "tenéis que ir". Eso ha excluido la paz mental de los veranos predecibles en los rincones del mundo nuestro, donde se iba a intentar ser feliz en los mimbres de la costumbre. Un hábito que no excluía el progreso ni acumulaba complejos mientras el resto del año se hacía por ir a más en las expectativas de cada uno. Y eso que no todo es malo: podemos coger aviones económicos, ver lugares, probar comidas que nos atraen. Nos falta esa llave de libertad que anteponga nuestros deseos a la distancia.

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