Por
  • José Tudela Aranda

Memoria

El Rey recibe una placa conmemorativa de la aprobación de la constitución de 1978
El Rey recibe una placa conmemorativa de la aprobación de la constitución de 1978
EFE

La construcción de un relato de nuestro pasado inmediato en el que la gran mayoría de los españoles se pueda reconocer es esencial para la fortaleza democrática de este país. 

Al margen de otras consideraciones, es obvio que no se ha logrado y que la nueva Ley de Memoria tampoco lo logrará. Sin embargo, sí hubo un momento en el que se alcanzó ese acuerdo: me refiero a ese tiempo que hoy se critica, la Transición.

Los precedentes históricos que aborda la ley no pueden ser objeto de estas líneas. Con todo, resulta posible considerar alguna circunstancia para enjuiciar el debate actual sobre la Ley de Memoria Democrática. Me limito a subrayar cómo la República fue, ante todo, la traducción del sueño de una generación de españoles de construir un régimen constitucional que satisficiese las ansias históricas de libertad, democracia y justicia social. Un sueño que, es preciso recordar, se construyó desde un profundo patriotismo que encarnaron sus principales protagonistas hasta en los momentos más difíciles del exilio. Siempre he creído que el ideal de esos hombres y mujeres se recuperó y se hizo realidad con la aprobación y éxito de la Constitución de 1978. No en vano, artífices de ésta vivieron y sufrieron la guerra y la terrible secuela del franquismo: el nunca más fue el primer impulso para el acuerdo entre los históricos antagonistas. Un acuerdo que, lejos de lo que es demasiado frecuente escuchar, no se construyó desde el olvido: al revés, se realizó desde la plena conciencia del pasado. La España que un día soñaron Azaña, Juan Ramón, Prieto, Sánchez Albornoz, Chaves Nogales o Machado se hizo realidad. También era una España en la que Bosch Gimpera o Vicent Vives podían verse reconocidos.

Aunque, desde el primer momento, se inició una política de reconocimiento y reparación a los represaliados del bando republicano, como es inevitable, quedaron cosas por hacer. Alguna de tanta importancia como la exhumación de las fosas con las que la brutal represión del franquismo llenó este país. Con todo, siempre he pensado que la gran reparación histórica fue la aprobación del texto de la Constitución de 1978. Desde su Preámbulo, todos sus grandes principios y declaraciones suponen una enmienda a la totalidad al franquismo y a los valores que defendió. Desde un punto de vista estrictamente jurídico, la contundencia de su Disposición Derogatoria bien puede considerarse como revolucionaria.

La llamada Ley de Memoria Democrática puede contener medidas acertadas, incluso necesarias, pero tiene un insalvable vicio de origen: no es posible conciliar la memoria democrática con quienes mataron o conspiraron para destruir la democracia

Por todo ello, considero que uno de los errores de la política de memoria en España ha sido no otorgar todo el valor que tiene a la tercera España, a la España del "paz, piedad y perdón". Pero si me veo impulsado a escribir estas líneas es por algo más grave: desde hoy, la memoria democrática de este país está conciliada con la voluntad e intereses de los herederos de ETA y de partidos herederos de quienes se rebelaron con constancia contra distintos gobiernos de la República.

En este punto es preciso ser claro: ni Bildu ni Esquerra ni Junts tienen credenciales para escribir el relato democrático de este país. El único interés real que han tenido (demostrado con hechos en el pasado y el presente) ha sido destruir la democracia española. Ni importó la República y su estabilidad ni importa la democracia conquistada en 1978. Si los padres de Bildu hubiesen triunfado, no habría democracia. La Ley convierte en víctimas a aquellos que mataron, hirieron y extorsionaron a miles de personas con la única finalidad de que la naciente democracia fracasase y su sueño de una patria vasca ‘libre’ tuviese alguna opción de viabilidad. Y si en 2017 Junts y Esquerra hubiesen logrado su propósito, España habría escrito un nuevo capítulo de su fracaso en la lucha por la democracia.

La Ley contiene medidas acertadas, incluso necesarias. Pero su vicio de origen es insalvable: no es posible que el certificado democrático lo expidan quienes justificaron o, al menos, ‘comprendieron’ el asesinato del discrepante; quienes han negado valor alguno al orden democrático constitucional encarnado por la Constitución de 1978.

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