Reencuentro
Después de quince años sin verse se reencuentran mi madre y mi tía Maribel, única hermana de mi padre.
Mi tía vive a caballo entre Haro y Madrid. Se pasa el día yendo y viniendo con gran ligereza, y sigue bellísima cuando ya ha cumplido ochenta años. Mi madre se pinta los labios y las uñas al punto de la mañana para recibirla. Está nerviosa y emocionada. Le brillan los ojos y está más ágil que de costumbre. Cuando mi tía entra por la puerta, yo estoy tendiendo una colada y me pierdo el reencuentro. Luego mi madre le habla de mi difunto padre y mi tía cambia de conversación. No quiero hablar del pasado ni ir a ver a la Virgen del Pilar, le dice a mi madre. He venido a verte a ti, nada más. Se da la triste circunstancia de que ambas cuñadas han pasado por la horrible experiencia de haber perdido a una hija por culpa del maldito cáncer. Las dos han aprendido a sortear esos pozos de amargura, y se entienden sin hablar mucho, como dos sabias en el ágora. Es mejor hablar de primos lejanos y conocidos que ya murieron de viejos, y todos esos recuerdos de aparente intrascendencia crean, pieza a pieza, una especie de muro de contención contra la desdicha. Yo tampoco quiero hablar del pasado y canturreo una estrofa de Antonio Flores: "Si pudiera olvidar todo lo que yo vi, no dudaría, no dudaría en volver a reír". Me propongo hacerles una foto mientras ríen con las cabezas muy juntas, y resplandecen como iluminadas por un rayo celestial. Varias llamadas de teléfono me impiden conseguir esa imagen digital que ya ha arraigado en mi cabeza para siempre.