Pantani, en el Giro de Italia de 2003
Etapas
Heraldo

Cuando abro los ojos están dando en la tele una película espantosa sobre el día del fin del mundo. 

Me he quedado dormida durante la retransmisión del Tour de Francia y no tengo un buen despertar. Ya van tres etapas y no he conseguido ver ninguna. Es cierto que no tengo por la ronda francesa el mismo interés que en años anteriores, pero me habría gustado disfrutar de esos paisajes daneses por donde han transcurrido las primeras etapas. Me enfadé bastante cuando el último Giro de Italia apenas tuvo repercusión en los medios españoles. Parecía que fuese una competición de tercera categoría y que no hubiese un público interesado. El Giro y la Vuelta siempre me han gustado más que el Tour, no sé por qué.

Desde hace unos meses me acuerdo de vez en cuando del malogrado Marco Pantani, que ganó el Giro en 1998 y el Tour el mismo año -cuando no me perdía una etapa-, y murió el 14 de febrero de 2004 en extrañas circunstancias. Fue uno de los mejores escaladores de la historia y un ídolo. Y para mí lo sigue siendo.

Estaba sentada en el restaurante El Blasón del Tubo, dispuesta a comerme las mejores borrajas del mundo cuando vi en la mesa de al lado al mismísimo Pantani vestido con un maillot negro y amarillo y en la cabeza el pañuelo por el que lo llamaban El Pirata. Estaba solo y me miraba. Le sonreí. Solo comió un bistec de ternera a la plancha. Al irse vi que estaba extremadamente delgado (no pesaría más de 55 kilos) pero parecía lleno de vida a pesar de ser un espectro. Llevaba diecisiete años muerto y no me atreví a preguntarle qué le había traído a Zaragoza. 

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