Paisajes elaborados, no consumidos

Paisajes elaborados, no consumidos
Paisajes elaborados, no consumidos
Heraldo

Buena parte de la gente, exhausta anímicamente por la pandemia y la posterior guerra de Ucrania, esperaba el verano para expandirse hacia lugares distintos a las ciudades heridas.

A veces importa más abandonar el lugar de vida que el destino. Por eso se pierde buena parte de lo que cuenta cada paisaje visitado, que en palabras de Juan Ramón Jiménez se compondrá de una multitud de elementos esenciales, sin contar con los detalles más insignificantes, que, a veces, son los más significativos.

Cada paisaje tiene varias dimensiones, nos contaba el ecólogo F. González Bernáldez, pues tanto importa lo que se ve como las relaciones implícitas que se nos escapan. Este científico, nos dejó en la orfandad naturalista hace ahora 30 años, un 16 de junio. De él aprendimos a valorar la riqueza de paisajes antes denostados o mal interpretados, como la estepa de Los Monegros, que rara vez constituye un paisaje que visitar de vez en cuando. Se prefiere el bosque frondoso o la aventura, que se oferta turísticamente desde el Aneto hasta el sur de Teruel. ¿Será una consecuencia cultural de los cuentos infantiles o los documentales de Rodríguez de la Fuente o J. Cousteau?

Los lugares promocionados una y otra vez motivan la concentración de mucha gente en pocos sitios. Entonces, el entramado biogeográfico enmudece ante el turismo masivo. La visita se convierte en un estar que apenas remueve pensamientos valorativos. Hay gente a la que no importa huir de una aglomeración para meterse en otra: ese efímero lugar de paso, tipo agencia de viajes y muy consumido actualmente. Todo está demasiado antropizado, hasta el aire que da vida al enclave, hasta la cima del Aneto; acaso contaminado por el comercio o la diversión. Por eso las imágenes no pasan más allá de los ojos.

Sin embargo un lugar no es nada si alguien no lo observa con atención, trata de aprehender aquello que está bien visible, y se pregunta por la oculta urdimbre que a lo largo de siglos lo ha configurado. Casi cualquier paisaje puede convertirse en un estado de ánimo que relaciona pasado, presente y futuro. Seguramente nos hablará, incluso con vivacidad por medio de sus bioindicadores.

Observar un paisaje es construir enlaces con él. Se necesita cierta habilidad e intención para componer un bosquejo mental que enriquezca las experiencias anteriores y todo junto forme el bagaje cultural interpretativo. En cierta manera, todas y cada una de nuestras vivencias son huecos llenos de algo, que a la vez suponen una experimentación en la propia concepción. Así se evita que se disuelva enseguida el eco del paisaje concreto.

Si no nos limitamos a estar ante un paisaje, sino que damos significado a lo que se observa, casi cualquier paisaje puede convertirse en un estado de ánimo que
relaciona pasado, presente y futuro

No nos limitemos a estar ante un paisaje. Demos significado a lo que se observa. Mejor cuando la captura se hace en compañía, otra mirada que coincide o no con la nuestra; ambas se enriquecen. Hay toda una cierta geometría experimental en la construcción que cada cual hace del lugar visitado. El verdadero deseo exige saber mirar, ser capaz de componer un bosquejo mental que intercambie señales con el territorio. Por eso, aquí encaja aquello que decía la antropóloga Kaori O’Conner de que "la más importante relación entre las personas y el paisaje no es estar en él, sino dejar que él esté dentro de ti". Importa más la memoria construida que el momento vivido. No se pueden comparar unos tomillos con un abeto, ni una menguada balsa con el Ebro, ni la estepa con la superatractiva nieve. Pero cada cual es rico en atributos y cumple su función. "Lo esencial es invisible a los ojos", manifestaba el Principito de Saint-Exupéry. Nuestra imaginación es la que observa y ve.

Existe una tendencia arrasadora hacia los lugares singulares, a veces solo para recoger la instantánea e intercambiarla con otras que nos envían amistades o familia. Los urbanitas, en cierta manera todos los somos, quieren parecerse más que nunca a los ruralitas, que a su vez se han acopiado de tics urbanitas. Un paisaje es sublime si captamos la compleja biodiversidad que muestra o esconde, que también podemos poner en peligro. No es sencilla la misión de encontrarse a sí mismo en el paisaje, ver desde dentro enseña más que una simple panorámica. Intentémoslo en este verano de reposición del ánimo y de expansión de los horizontes personales.

Elaboremos nuestro propio paisaje y dejemos el mínimo rastro en el lugar.

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