Por
  • Julio José Ordovás

Plaza de pueblo

Vista general de la plaza de la Villa.
Vista general de la plaza de la Villa.
Antonio García/Bykofoto

Qué bien sienta una cerveza fría en la terraza de un bar de pueblo, bajo un sol de castigo y con el desquiciado gorjeo de los pájaros de hilo musical. 

En la plaza hay una iglesia descascarillada con su correspondiente nido de cigüeña en el campanario, un palacio que amenaza con venirse abajo en cualquier momento y una fuente seca que congrega a una multitud de avispas y de moscas. Cruza la plaza un perro de colores herrumbrosos que me recuerda a aquellos famélicos y ululantes galgos a los que Machado veía pulular por las callejas de Soria y que seguramente se le aparecían también en sus sueños, implorándole un mendrugo o una caricia.

Han debido de celebrarse recientemente las fiestas patronales porque en las calles cuelgan tiras de banderines. La historia de España se puede respirar, sentir y palpar en esta y en cualquier otra plaza de pueblo. Plazas donde siempre se han celebrado los mercados, las verbenas y los funerales. Tocan a misa y de todas partes empiezan a llegar ancianas y ancianos que se dirigen a la iglesia con rutinaria devoción. Y yo que pensaba que este pueblo, como tantos otros, era un decorado casi vacío, deshabitada carcasa.

Flota una melancolía pegajosa en la quietud de la plaza. Miro a la cigüeña. Está entretenida, arreglando su nido concienzudamente. Para ella no hay domingos ni santos que celebrar, todos los días son laborables. En este pequeño pueblo la cigüeña es una veraneante asidua y yo solo un forastero que se ha detenido unos minutos para tomarse una cerveza, ir al baño y proseguir su ruta por carreteras solitarias y polvorientas, entre almendros abrasados y monstruosos aerogeneradores. 

 

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