El exceso guau guau

Llevar sandalias tiene sus riesgos.
Llevar sandalias tiene sus riesgos.
Ulrike May / Pixabay

Primera ola de calor, primera concentración de olores. 

De sobaco pero también de pis de perro. El otro día, un adiestrador de estos animales decía en una entrevista: «Llevar al perro en un carrito con ropita supone una humillación para el pobre animal, que no puede quejarse». Era una voz sensata, experta, contraria a la costumbre cada vez más extendida de tratar al can como a un niño. Los perros son perros y en el respeto hacia ellos está la justa medida, no en tratar de que un humano los posea al modo de dotarlos de sus gustos y costumbres. Y en cierto modo está bien que no sean como nosotros, que no entiendan el idioma. Yo viví cuatro años en una castiza corrala madrileña donde se escuchaba todo, y les juro que el perro de la vecina del segundo tenía el cielo ganado, el de los hombres, mujeres y el de todas las criaturas vertebradas e invertebradas del planeta; porque aquello era un monólogo constante, una radionovela dramática, cómica. Un dolor de muelas.

La vida va de tomar decisiones radicales y arriesgadas, y como ya comenté en una columna reciente, he roto en verano la frontera de las sandalias. Camino con ellas con algún tropiezo y sin rubor. Son estéticamente aceptables, creo; y me alegra huir del calcetín. Mis vacaciones Santillana podológicas. Si bien valientes como yo cargamos con el peligro, no solo del pisotón, sino del pis de perrete recién meado. Me pasó hace unos días cuando, saliendo de mi portal, un tipo que paseaba a su chucho estaba dejando justo orinar al bicho delante de mí. Terminó y siguieron su camino. Esa tarde me fui fijando y, efectivamente, que el perro mee en un lugar público y el dueño siga su camino como si nada se ha normalizado. Ni botellita con agua con lejía ni vergüenza, que es peor.

En otra dimensión están los bares ‘dog friendly’, esos que dejan entrar a que el perro comparta espacio (silla y mantel, que tiempo al tiempo) con los comensales. Se aprecia ahí con mucha frecuencia el gesto guarro del camarero que acaricia y sigue sirviendo mesas sin lavarse las manos. Y si ya se pone a ladrar (el perro, digo), el menú está servido contra los cascarrabias que, como yo, no entendemos esta deriva psicótica y sucia de una convivencia que de exagerada se torna en incómoda. Y eso que quien firma estas líneas adora a los perros.

@juanmaefe

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