La escritora Ana María Matute, en 2001, en Zaragoza.
La escritora Ana María Matute, en 2001, en Zaragoza.
Oliver Duch

La memoria, ya sabemos, es caprichosa.

 Y lo es más aún cuando empieza a jugar al escondite. Te acuerdas de cosas absurdas como el número de teléfono de tu tía Esperanza, que murió hace muchos años y cuyo piso en la plaza del Pilar no sabes quién lo habitará ahora, y no recuerdas sin embargo la clave que le pusiste a la aplicación del Salud en tu móvil. Siempre he sido algo desmemoriada y voluble. Lamento muchas veces no recordar bien algunos momentos deliciosos, como los que pasé en compañía de Ana María Matute cuando vino a Zaragoza y también a Albarracín. De eso hace más de veinte años y si no fuese por las fotos que hice entonces, en las que también aparece Antón Castro, pensaría que lo he soñado. Creo que tuvo que ser antes de 2007, que fue un año doloroso que no he podido olvidar. Me asombra la buena memoria de escritores a los que admiro y que encuentran entre sus recuerdos una mina de diamantes. Estoy leyendo un libro de Natalia Ginzburg titulado “Domingo: Relatos, crònicas y recuerdos”. Algunos de los textos ya los había leído en un anterior libro de ensayos de la misma autora. En uno de ellos, “La casa”, narra la búsqueda con su marido de un piso en Roma: “Descubrí que él, al igual que yo, deseaba una casa parecida a aquella en la que había pasado su infancia. Y como nuestras infancias no se parecían, el desacuerdo entre ambos era irremediable”. Era muy valiente la Ginzburg, incluso narra un intento de suicidio. Recordar puede ser tan penoso como trabajar en una mina de diamantes. Y en un momento dado el olvido viene raudo en nuestro auxilio.

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