Casetas florece

Un campo lleno de amapolas estos días en los alrededores de Zaragoza.
Casetas florece
Heraldo.es

Como acaba de terminar Zaragoza Florece pero hay que pelear por la primavera y todos esos colores que invitan, por fin y sin miedo, a salir de casa y socializar, conviene buscar espacios velados donde de forma natural se respeta la alegría. 

En Casetas, a pesar de no haber integrado al barrio (ni al nuestro ni a ningún otro de los rurales) en la citada iniciativa municipal, nos sobran florecimientos y pantone en estos meses antesala del verano donde el asfalto se rodea de amapolas y árboles verdes y vivos que, como señores que esperan, se espigan en las lindes a vernos pasar.

A mí me gusta coger el coche los domingos para nada en particular, y no sé por qué no hago lo mismo en bicicleta, y tirar de la calle Límite al camino del Caracol donde, sin llegar ni a Setabia, ya se entrega el campo como si no estuviera al lado la brutalidad necesaria de la A-68. Hay una mutación insondable respecto a esas mañanas de invierno donde los árboles se disfrazan de película de Tim Burton (niebla, gris, deshojados, como mirando al suelo), y ahora la alegría abunda como los antihistamínicos mientras se tuerce a la izquierda y se sigue disfrutando de los campos que se tejen hasta Garrapinillos. Un milagro del valle del Ebro que parece imposible cuando uno despega o aterriza en el aeropuerto de Zaragoza, y ve ese paisaje duro, desértico, que parece ocultar la verdadera suerte del verde que convive con los pueblos y barrios rurales de un oeste maño por donde acostumbro a discurrir mientras escucho, por ejemplo, ‘Las uvas dulces’ de María José Hernández y sus versiones más luminosas.

Lo mejor de Casetas, con su normativa aridez urbanística, es lo que rodea al barrio en los meses del calor; como una puerta constante a la ilusión de las cosas que surgen porque sí y que simplemente te están esperando. Luego, de puertas para adentro, los caseteros y caseteras hemos sabido crear unas infraestructuras sagradas del buen vermú y terrazas para el descanso. Una suerte del florecer paralelo que, en su artificio y religión, se mantiene vergel todo el año. Grandeza de una simbiosis poco explotada por los capitalinos, incorrupta y natural para los vecinos del barrio que, cada año, sin más iniciativa que la del tiempo y el lugar, advierten que, pese a todo, en Casetas también florece.

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