Juan Carlos de Borbón ha pisado suelo español por primera vez en casi dos años. 

Ha viajado primero a Sangenjo (Pontevedra), donde asistirá a unas regatas, y el lunes se desplazará a Madrid para reunirse con Felipe VI y con la reina Sofía; después volverá a Emiratos Árabes Unidos. Está claro que es un ciudadano libre para moverse puesto que las investigaciones judiciales que pesaban sobre él han sido archivadas. A él le corresponde decidir dónde va, siguiendo las directrices de La Zarzuela. No obstante, debería valorar en todo momento, con la responsabilidad que le corresponde como antiguo Jefe del Estado, hasta qué punto sus acciones benefician o perjudican a la institución de la monarquía parlamentaria, que, según la Constitución, es la forma política del Estado español. Él es el primero en estar obligado por la lealtad constitucional a la Corona.

El Rey emérito se alejó de nuestro país el 3 de agosto de 2020. Lo hizo, según aclaró en una carta, por el deseo de no perjudicar a su hijo. En un momento en que se abría ante él un inquietante horizonte judicial, su presencia en España podía erosionar la imagen de la Corona aún más de lo que su comportamiento escasamente ejemplar de los últimos años lo había hecho. La misma lealtad mostrada entonces, le debe seguir guiando ahora. Durante estos casi dos años, el Rey don Felipe ha querido marcar una prudencial distancia respecto a su padre, al subrayar que los principios éticos obligan a todos, incluso por encima de cualquier condición personal o familiar.

La labor democratizadora de Juan Carlos I durante su reinado merece el reconocimiento colectivo y nunca debe ser olvidada. En cuanto a los hechos investigados, la Justicia se ha pronunciado. En cualquier caso, el comportamiento particular del emérito no debe afectar a la dignidad de Felipe VI ni a la institución que encarna por voluntad democrática de los ciudadanos.