La cabra que ríe

La cabra que ríe
La cabra que ríe
Pixabay

No hace demasiado, tuve la suerte de pasar unos días de descanso en una casa preciosa que desde lo alto de un cerro mira al Mediterráneo que baña la costa granadina. 

Se me avisó de que en el parque natural colindante había cabras montesas que no pocas veces tenían la ocurrencia de subirse a los tejados o comerse los árboles y plantas de la urbanización. Aquello a mí me pareció natural, al no tener la cabra capacidad de comprarse una parcelita pero tampoco de ser juzgada por allanamiento; y es por eso que ensalcé lo mucho que me gustaba a mí la naturaleza cuando está urbanizada. Me explico: al mismo ritmo que el ser humano desarrolla la tecnología, una parte de la humanidad occidental se empeña en pasarlo mal cuando se va de vacaciones. Esta penitencia innecesaria ya se padece en el inocente hecho de acabar cada vez en playas más ‘pijo-recónditas’, donde la gente pone su toalla sobre unas piedras con las que no se atreve ni un faquir. Estamos pasando del reto de no quemarnos tomando el sol, al de no salir desollados por impactos contra las rocas cuando nos vamos a dar un bañito.

El nivel superior del sufrimiento no son los costaleros de Semana Santa sino los campings. Yo no lo sabía pero un año acabamos en uno, con dos tiendas de campaña plantadas a la sombra, y aun así estimo que la temperatura interior a las 9 de la mañana rozaba los 45 grados. Salimos de allí buscando más suero que agua, rodeados por una estampa de familias felices, madrugadoras, que supuse entrenadas en los Monegros.

La mayor suerte del medio ambiente es que yo, que reciclo y vivo casi enfrente de un contenedor de vidrio (dos maneras de colaborar y acordarse del planeta), no tengo ningún cargo que decida sobre su futuro. Porque les juro que a mí los animales me gustan hasta que veo un mosquito en la habitación y asolaría con napalm la Vía Láctea. Es una culpa indisimulable, honesta, de colchón viscoelástico antes que de donar para conservar una especie de mosca o escarabajo. Y ahora que llega la primavera, el sol, el verano, y los bichos, ya ni me prometo conectar con el planeta, ni caminar descalzo. Llegarán vacaciones y lo volveré a pensar, yo, culpable: el éxito en la vida es un espacio pulcro, luminoso, cómodo y bien climatizado donde ver de lejos a unas cabras haciendo su revolución.

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