Pensar el desamor

Pensar el desamor
Pensar el desamor
POL

A comienzos de la década de los noventa, durante un par de cursos, fui profesor de Ética en las Escuelas Profesionales del Padre Piquer en Madrid. 

Disfruté. Aquellos chicos y chicas llegaban por obligación, sin ningún interés por la materia. Con ganas de terminar antes de empezar, deseando acabar el curso para culminar sus estudios. La mayoría pasaba de leer y mucho más de escribir. Era un contexto distinto del actual. Nada de móviles, internet ni se intuía y las cadenas de televisión disponibles se contaban con los dedos. Otros tiempos, otras circunstancias pero, en el fondo, las preguntas esenciales, las mismas de siempre. Por eso, la asignatura, aunque fuera la más maría de las marías, me parecía fascinante. Otro asunto era cómo lo percibían al otro lado. Algo que comprobé con la primera clase. Y era justo lo contrario. Veían la asignatura como una pérdida de tiempo. Los antecedentes no ayudaban, pues aquella hora semanal la esperaban para desfogarse intentado sembrar el caos.

Dar clase de Ética a adolescentes es todo un reto. Se puede intentar suscitar
una reflexión, provocar un diálogo

Tuve suerte. La dirección del centro me dejó hacer. Había un temario y unos contenidos de referencia, pero bastaba con cumplir el mínimo básico docente: mantener el orden y la calma. Así que tuve la oportunidad de experimentar. Y sabiendo que la motivación de partida era, en algunos estudiantes, menor que cero, cualquier detalle que atrapase su atención podía considerarlo una conquista.

Por un lado, apliqué una metodología elemental: hablar, leer y escribir. Son tres verbos triviales a primera vista, pero complicados de desarrollar en profundidad. Imité lo que más apreciaba y había experimentado con mis mejores profesores: la conversación. Es la palanca de cualquier sistema de enseñanza-aprendizaje. Pero para que cobre sentido, quien habla ha de atender a quien escucha, sabiendo que en esa interacción ambos roles se alternan en una cadena que, en tanto crece, se enriquece. El reto era activar una diferencia y entrar con la suya para provocar otra diferencia fundamental: pensar.

Por otro lado estaban las calificaciones. A unas pocas alumnas les parecían importantes. A la mayoría le bastaba con aprobar. Otros ni eso, pero la función certificadora tenía su valor. Pues no era lo mismo suspender que no. Por esto, las reglas quedaron claras desde el comienzo. Además de las actividades del aula, debían responder en tres páginas a una pregunta sobre uno de los libros con temas ligados a los contenidos de la asignatura. Por ejemplo, si leían ‘Rebelión en la granja’: ¿Qué harías con los cerdos? Si era ‘Fuenteovejuna’: ¿qué le dirías al alcalde? O con ‘La vida es sueño’: ¿qué harías con el padre de Segismundo? Fue desigual, frustrante, con algunos, y sorprendente, en general. Encontré cosas que no esperaba y se produjeron debates que sigo recordando.

Precisamente, al hablar de Segismundo, en cuya vida Calderón incardinó tantos asuntos humanos, después de hablar de la predestinación, de la libertad, de la construcción social de la realidad, terminamos conversando sobre creer o no creer, en qué o en quién. Ahí afloraron respuestas para todos los gustos. Ahí, recuerdo, incluso hablamos de la idea de Dios como omnipotente o como un Padre amoroso. Al acabar la clase, un chaval que no había dicho ni mu, una vez se fueron todos, me abordó y me dijo: "A mí no me sirve lo que ha dicho. Mi padre es alcohólico. Nunca nos ha dado ni una gota de amor. No me diga que imagine a Dios abrazándome como mi padre. No es una buena idea". Me dejó planchado. No supe qué decir. Estuve un rato escuchando el terrible dolor de aquel chaval. No pedía nada. Sin embargo, algo había pasado en su interior. La clase, la lectura, el debate, la conversación produjeron una chispa donde –pese a vivir el desamor en su propia carne– se activó una revisión de su propia historia.

Pero a veces es el profesor el que
acaba aprendiendo una lección

Vivir es un regalo y un misterio. La vida se nos da y no sabemos a ciencia cierta ni cómo, ni por qué, ni pare qué, ni desde dónde, ni por cuánto tiempo. Es personal e intransferible, pero no somos ni autores, ni propietarios en un sentido radical. Ser, ser, sólo somos narradores e intérpretes, poco más.

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